Me contagie HIV en diciembre de 1999 y me lo detectaron para enero del año siguiente. Recuerdo estar parado frente a un espejo observando dos ganglios inflamados detrás de las orejas con la seguridad de haberme contagiado el “bicho” tal cual lo llamaba –y llamo- coloquialmente. Mi hermana se contagio HIV en el año 1986 y los ganglios fueron una manifestación del mismo, así que rápidamente asocie mis propios ganglios inflamados con la infección de HIV. Los primeros estudios me los hice en el Hospital Durand, donde unos burócratas sin ningún tipo de sensibilidad me entregaron un papel escrito en birome donde indicaba el resultado del primer Elisa: positivo. Recuerdo que estaban frente a mí el infectologo –un personaje extraño- y dos psicólogas a las que no di posibilidad de pronunciar palabras. Fui a mi casa y unos compañeros que vivían conmigo me sometieron a un interrogatorio sobre mi situación sin darse cuenta del shock que me conmovía.
A la semana entrante ya había comenzado mi relación con el servicio de infectología del Hospital Ramos Mejía, donde me atendí por 13 años hasta que comencé a hacerlo en el Sanatorio Anchorena, gracias a mi flamante obra social. Debo decir que si bien ciertamente en este ultimo lado la atención medica y los estudios se me brindan casi sin dificultades, es en el Ramos Mejía donde encontré un equipo médico de excelencia que supo entenderme y contenerme aunque sin los recursos necesarios para una atención eficiente. Supongo que es la diferencia entre la lógica privada de la facturación y de la lógica publica de un equipo que además realiza investigación pese a la escacez de recursos y los vicios burocráticos. Producto de mi experiencia clinica -para llamarlo de alguna manera- también hizo carne en mí aquello que dice Michel Foucault que la medicina es uno de los poderes seculares, un mecanismo de control social y de patologización de las conductas humanas que alimenta una mirada social condenatoria.
Cuando me entere del HIV encontré las más diversas respuestas humanas. Desde la pena a la indiferencia, desde la comprensión y el cariño más profundo, hasta la hipocresía, la sobreactuación y criticas de mala leche que sonaban a pase de facturas. Mis sentimientos iban desde la sensación de que la vida se me escapaba hasta la desolación más absoluta, una sensación de abandono y derrota que fue cediendo poco a poco hasta transformarse en un replanteamiento del proyecto de vida que llevaba adelante. En esos días encontré camaradas y amigos que me bancaron y amores que se jugaron a los cuales debo el haberme mantenido lucido y en píe. Así como deje de lado y me dejaron de lado personas que aprovecharon la volteada para enlodarme de la peor manera. Tarde poco en comprender que se trataba de un traspié. En ese sentido la militancia política revolucionaria fue un punto de apoyo fundamental, ya que a partir de allí pude reorganizar mis pensamientos y prioridades.
¿Porque me contagie HIV viniendo de una familia donde existía tal antecedente? Supongo que por la represión sexual y cultural, por las pulsiones de muerte que contiene la cultura, que me empujaba a la promiscuidad clandestina de las teteras y las fiestas sexuales con desconocidos y al uso excesivo de las drogas como vía de supresión de la represión. Dicho vulgarmente, ensartado me animaba a todo lo que públicamente reivindicaba pero me avergonzaba mostrar. Porque a pesar de saber lo elemental sobre el tema mi educación sobre la prevención del HIV seguía siendo formal y casi nula.
Con respecto a los prejuicios sociales siempre encontré en la mirada del otro esa mezcla de pena y castigo del prejuicio que asocia al HIV con el descontrol y las formas de vida y sexualidad normativas. Siempre choque, aun en los ámbitos de la militancia revolucionaria, con el deber de informar sobre mi situación como seropositivo a cualquier persona con quien quisiera tener una relación, el explicar los peligros reales y supuestos de la transmisión de la enfermedad y las crisis ajenas con respecto a la misma. Tarde en comprender que la portación del HIV no solo niega derechos en el ámbito laboral –donde generalmente es necesario ocultar una enfermedad de esta naturaleza- sino que lo coloca al portador en la situación de ciudadano marcado por una invisible estrella de David que determina la mirada ajena y su comportamiento frente a uno. Hoy simplemente lo rechazo. Mi obligación es cuidarme y la de quienes quieren tener relaciones conmigo es cuidarse sin aceptar ningún tipo de responsabilidad por los prejuicios ajenos (algo difícil, aun personas que me quieren o quisieron tuvieron alguna vez el temor de estar amenazados por mi salud y desde ahí ponían una frontera invisible que solo el tiempo y la explicación propia y científica pudo disipar). Exijo el reconocimiento de mi derecho a trabajar y vivir dignamente y en caso de que la salud me lo impidiera exijo el derecho de las personas seropositivas a recibir un subsidio digno y atención médica gratuita para poder vivir.
Me parece que uno de los peores daños al portador de HIV reside en que la pena ajena y la marginalización empujan al mismo a desubjetivarse y utilizar el virus como una forma de disculparse y abrirse puertas, o de explicar cualquier conducta, así como hacen los adictos culpando a las drogas de sus actos.
Una de las cuestiones más difíciles para el seropositivo, por lo menos desde mi experiencia, es el apego al tratamiento. Los antirretrovirales son verdaderas bombas en el organismo que te enferman y te hacen sentir mal. Recuerdo que cuando comencé el tratamiento y tomaba aproximadamente 20 pastillas diarias sudaba químicos, y eso me ponía de mal humor. Yo sinceramente soy un paciente problemático. No tolero las medicaciones, mis estados de ánimo influyen siempre en el deseo o no de tratarme y la dependencia de los médicos me rebelan continuamente. Esta actitud ha puesto en riesgo mi salud y permitió que el virus avanzara el organismo hasta dar lugar al SIDA, que es la fase de enfermedad del sistema inmunológico. Llegado a ese punto es que reacciono apegándome nuevamente a aquello que me mantenga vivo. Este año 2013 estuve tres veces internado producto de infecciones oportunistas y la pase mal anímica y físicamente, tirado en una cama, con agotamiento permanente, asustado de lo que podría pasar. Fue el amor de mis compañeros de vida, mi hija y los amigos lo que me permitió pasar el chubasco e intentar retomar una vida plena.
Con respecto a la militancia, el HIV me ayudo en su momento a reorientar mi vida en profundizar los proyectos que podían potenciar mi eros, la pulsión de vida, pero debo reconocer que decidí centrarme en los problemas generales de la teoría y la acción política y que nunca busque vincular mi enfermedad a una practica una política practica para combatir los prejuicios, la falta de derechos y la marginalidad que las personas viviendo con HIV padecemos y sentimos. No lo considero un error, porque siempre pensé la política en términos de construcción de hegemonías y no solamente como articulación de prácticas reivindicativas; pero si una falencia. Haber puesto el HIV y la lucha contra las inequidades que sufrimos los portadores podría haber permitido en mis ámbitos de militancia abrir la reflexión teórica y a una práctica política parcial, pero nueva. Fue a partir de mi decisión de salir completamente del closset hace unos pocos años que empecé a pensar y discutir más abiertamente desde la defensa y apoyo a las políticas de la igualdad y emancipación sexual, del derecho de los consumidores de drogas y las políticas sanitarias para los portadores de HIV.
La conciencia de la enfermedad me empujo a profundizar proyectos políticos revolucionarios y a asumir como actos concientes aquello que me llevo a contagiarme y al control de mi enfermedad. Contagiado de HIV pude escribir dos trabajos políticos muy importantes para mí. La revolución permanente en Cuba, junto al camarada Gustavo Stilo e Insurgencia Obrera en Argentina 1969/1976, junto a la camarada Ruth Werner. A bucear en el intento de producir literatura sin vergüenza y desafiando la mirada critica de quien puede rechazar mis escritos. La política llevo a reafirmarme en la idea de que en el capitalismo, en una sociedad dividida en clases, en una cultura alimentada por el fetichismo de la mercancía y la obediencia ciega a los mandatos que imparte, solo la militancia revolucionaria vincula la problemática de los oprimidos y desheredados a un proyecto emancipador que restituya a los seres humanos el control de los medios de producción y la responsabilidad sobre sus actos.