«La casa está en orden» o cuando Alfonsín cedía a los carapintadas


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La Semana Santa de 1987 marcó un punto de quiebre de las ilusiones populares en la llamada «primavera democrática» del alfonsinismo.

La capitulación frente a los militares carapintadas, será el salto de calidad que indicará el agotamiento de un proyecto político, el alfonsinismo y su tercer movimiento histórico superador de yrigoyenismo y peronismo, que se basaba en la idea de que la democracia bastaba para contener las demandas sociales; fue el principio del fin de la ilusión de que «con la democracia se come, se educa y se cura».

La democracia burguesa argentina de 1983 nació severamente condicionada por las relaciones de fuerza heredadas de la dictadura: una clase dirigente representada por un puñado de grupos económicos cómplices de los genocidas, el sometimiento nacional al imperialismo que se vio reforzado a partir de la derrota de Malvinas a manos del imperialismo británico y el fenomenal endeudamiento externo herencia del genocidio y por la profunda crisis de las FFAA que enfrentaban un gigantesco rechazo popular que exigía justicia hacia los crímenes de los militares.

Desde 1983 la democracia burguesa argentina se tensionó entre la búsqueda permanente de un pacto de impunidad que permitiera la recomposición de las FFAA y defendiera el status quo heredado y la persistente movilización popular que exigía el juicio y castigo a los criminales genocidas y sus cómplices.

El radicalismo y los defensores de la política de derechos humanos de Raúl Alfonsín suelen recordar la excepcionalidad histórica del juicio a las juntas, ya que fue la primera vez que un bando vencido, lograra el juzgamiento de los líderes militares que se habían proclamado vencedores contra lo que llamaban la subversión. Así los apologistas de una democracia burguesa condicionada justifican la miserable perspectiva que habían establecido décadas atrás los juicios de Nüremberg contra los jerarcas nazis, de juzgar solo a los cabecillas y dejar libre, y cumpliendo funciones para la reconstrucción de los Estados capitalistas europeos, a los decenas de miles de criminales y colaboradores del Tercer Reich. El argumento que esgrimen los apologistas de que fue lo más lejos que llegó una democracia en condenar los crímenes de Estado habla verdaderamente mal de su concepción de la justicia y la democracia, a la que entienden como un acto de moderación para calmar a las conciencias inquietas y salvar efectivamente las instituciones.

Raúl Alfonsín y la UCR, partido que había sido una de las principales fuerzas colaboradoras de la dictadura genocida (1), debían en gran medida su victoria electoral a la promesa de no permitir una auto-anmistía militar. Sin embargo, una vez en el poder buscaron limitar las exigencias populares de justicia. El gobierno radical impulsó la Comisión nacional sobre la desaparición de personas (Conadep) con la presencia, entre otros, de dos conspicuos admiradores de los militares golpistas, Ernesto Sábato y René Favaloro. La Conadep produjo el Nunca más, que junto con las denuncias de las torturas, vejámenes y desapariciones, establecía la teoría de los dos demonios como base de legitimación de la democracia burguesa argentina, igualando la violencia del terrorismo de Estado con la violencia popular y de las organizaciones guerrilleras. Luego toda la política del alfonsinismo se reducirá a juzgar a los comandantes en jefe de las tres Juntas militares que formaron el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional, dejando en libertad miles de genocidas.

Desde el vamos también Alfonsín impuso un acuerdo tácito con el Partido Justicialista, a cambio de gobernabilidad, a quien se le aseguró que los crímenes de la Triple A quedarían impunes. En mayo de 1984 se sancionó la ley 23.062, que garantizó la impunidad de los representantes del Partido Justicialista que comandaron la Triple A. Esta ley establece que la expresidenta María Estela Martínez de Perón no podría ser juzgada por ningún delito que hubiera cometido antes del golpe militar, porque no había sido desaforada ni sometida a juicio político como prevé la Constitución, sino destituida por un “acto de rebelión”.

Pero para los militares genocidas la impunidad que se les prometía resultaba insuficiente y presionaban abiertamente sobre el gobierno radical para obtener más concesiones. El 24 de diciembre de 1986 fue promulgada la Ley 23.492 de Punto Final que estableció el fin de los juicios a todos aquellos que no fueron llamados a declarar «antes de los sesenta días corridos a partir de la fecha de promulgación de la presente ley». La avalancha de denuncias posteriores a la sanción de esta ley va a ser la que precipite los acontecimientos de Semana Santa.

Recordemos que los acontecimientos se suceden a partir de la negativa del genocida Ernesto «Nabo» Barreiro de presentarse a declarar. El hombre sindicado como uno de los jefes del Comando Libertadores de América, con actuación en Córdoba durante el gobierno de Juan Domingo Perón e Isabel Perón y de haber sido parte de los grupos de tareas de La Perla, desató con esta negativa un levantamiento de la oficialidad media y la suboficialidad, que se sentían amenazados por el fantasma de los juicios.

El levantamiento fue encabezado por el entonces teniente coronel Aldo Rico que era acusado, entre otros casos, de la desaparición de la hermana y el cuñado de la dirigente de la derecha peronista Norma Kennedy. El planteo central de los sublevados fue la impunidad para los militares participantes del genocidio y un cambio en los altos mandos. Como respuesta millones ganaron las plazas de todo el país y al menos 10 mil personas rodearon Campo de Mayo, adonde los dirigentes del gobierno radical y la oposición peronista fueron para negociar con los carapintadas y evitar que la movilización ajustara cuentas por las suyas con los militares sediciosos.

Evitar una radicalización de la movilización fue lo esencial de la política radical y del conjunto de los partidos del régimen en aquellas jornadas. La única oposición consistente a la asonada militar fue la enorme movilización popular que ganó todas las plazas del país en contra de los carapintadas y que el domingo de Pascuas rodeó Campo de Mayo y bregaba para ingresar al cuartel para aplastar la rebelión. Como confesó alguna vez Horacio Jaunarena, entonces ministro de Defensa de Alfonsín y negociador con los carapintadas: «en un momento le digo: ’mire Rico, no sé cuánto tiempo más podemos contener a la muchedumbre que se ha reunido y que usted puede ver por TV’”.


A la izquierda de Alfonsín, el ministro Jaunarena

La resolución de la crisis es harto conocida. Alfonsín pronunciará su famoso «la casa esta en orden» desde los balcones de la Casa Rosada, todos los partidos de la burguesía y algunos lacayos de la izquierda como el Partido Intransigente y el Partido Comunista, firmaron el “Acta de Compromiso Democrático” que establecía la capitulación de las instituciones de la democracia burguesa argentina frente a las pretensiones militares y habilitaría el 4 de junio la discusión y votación de las leyes de Obediencia Debida, que el gobierno radical quería imponer desde tiempo antes que se desatara el levantamiento carapintada. El viejo MAS que estaba en un frente con el PC (el FREPU) se retiró de la plaza y no firmó el «Acta». Luego sel FREPU se rompió.

La crisis de la Semana Santa de 1987 comenzó el fin del idilio con la «primavera democrática» alfonsinista. Fue una crisis política extraordinaria que desató una gran movilización popular, que por un lado, se plantó en defensa de las libertades democráticas, y por el otro, apuntó directamente contra los cuarteles y las FF.AA. En esta Semana Santa quedaron expuestos los límites insalvables de la política democrática burguesa para resolver el problema del genocidio, porque quien está en el banquillo de los acusados es el mismísimo Estado capitalista. El radicalismo siempre argumentó que se estaba gestando un golpe militar y que no había fuerza en la sociedad para detenerlo. Sostienen que su gobierno estaba condicionado por la amenaza golpista siempre latente. La realidad es que las FF.AA. estaban debilitadas y desprestigiadas para dar un golpe y presionaban sobre el gobierno radical a sabiendas de que cedería a sus demandas.

El alfonsinismo que se planteaba como una variante progresista y socialdemocratizada de un partido que había colaborado con la dictadura genocida, perdió su ángel. La característica central del radicalismo fue la capitulación frente a todas y cada una de las presiones que los factores de poder heredados del genocido le plantearon, con al argumento de defender la débil institucionalidad democrática. El gobierno de Raúl Alfonsín pactó para “salvar” a la democracia con los que se levantaron contra ella o fueron parte del genocidio. La UCR conducida por el Movimiento de Renovación y Cambio fue la pionera del Pacto de Impunidad con los genocidas y sus cómplices civiles (la condición institucional para llevar adelante el plan de salvataje de las FF.AA.) que caracterizó a la democracia argentina (aunque los K hayan anulado ambas leyes radicales).

Cambiemos, La Nación y el negacionismo del genocidio


 

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Las declaraciones de Gómez Centurión, Darío Lopérfido o el mismo Macri niegan la existencia de 30 mil desaparecidos y de un plan genocida. La Nación escribe el libreto negacionista que levanta Cambiemos.

 

Como suscribe un editorial del oligárquico y ultrarreaccionario diario La Nación: “Los constituyentes de 1853, en circunstancias históricas de graves enfrentamientos internos, supieron elevar la mirada y proponer la unión nacional como pauta programática para la convivencia de los argentinos (…) En el marco de la Guerra Fría, la Argentina, como otros países de la región, se vio sometida a la acción de grupos armados empeñados en imponer la revolución con orientación marxista leninista. El modelo era Cuba y sus operaciones no tomaban en cuenta la institucionalidad como valor a respetar. Enfrentaban tanto a gobiernos constitucionales como de facto”.

Se reabre un debate sobre el pasado que no está resuelto e incomoda a la clase capitalista, que fue la que colaboró, sustentó y aprovechó el genocidio llevado a cabo por el llamado Proceso de Reorganización Nacional.

El golpe militar del 24 de marzo de 1976 no fue esencialmente la respuesta al accionar de la guerrilla, que había sido diezmada luego del pase a la clandestinidad de Montoneros, y el ERP derrotado con el Operativo Independencia y el asalto a Monte Chingolo. La finalidad de la Junta Militar fue poner fin a un ascenso obrero y popular que amenazaba con llevarse puesta a la burguesía argentina en medio de una catástrofe económica. Para lograrlo debía aniquilar a toda una generación de obreros, estudiantes, intelectuales, militantes políticos de algunas fracciones del peronismo combativo y la izquierda que se plantearon la lucha política abierta contra el imperialismo y el capitalismo. Esta generación no surgió de la nada, sino que fue la expresión más radicalizada del estallido de la insurgencia obrera y popular el 29 de mayo de 1969, conocida como el Cordobazo, que hirió de muerte al Gobierno de facto de Juan Carlos Onganía y al régimen de dominio que había surgido luego de la revolución fusiladora de obreros de 1955. Esta generación cuya fuerza motora era la clase obrera protagonizó una verdadera lucha de clases en el sentido estricto del término, con insurrecciones locales, huelgas salvajes, ocupaciones de fábricas y establecimientos, manifestaciones violentas y hasta una huelga general política entre junio y julio de 1975 que desbandó a los líderes de los grupos fascistas que actuaban bajo el amparo del Gobierno peronista. Los obreros pusieron en pie sindicatos clasistas, comisiones internas combativas, grupos de autodefensa y coordinadoras interfabriles. El movimiento estudiantil se lanzó a la unidad activa con la clase obrera y la izquierda comenzó a crecer exponencialmente. Fue el momento de mayor cuestionamiento al capitalismo argentino de la segunda mitad del siglo XX. Por eso la burguesía y su Estado le declararon la guerra.

El dictador Alejandro Lanusse, responsable de la Masacre de Trelew, puso fin a la proscripción del peronismo, con el objetivo de lidiar con las masas mediante el desvío electoral, lo que permitió el retorno de un Perón que prometía la «patria socialista» y daba vía libre a los pistoleros de la Triple A. Muerto Perón en 1974, Isabel Perón y José López Rega fracasaran en su intento de poner fin a la insurgencia por la vía de las bandas paramilitares que reclutaban policías, matones de la burocracia sindical y lúmpenes. Las huelgas del ‘75 fueron las que le pusieron fin al intento de ajuste salvaje para salvar al capitalismo argentino del ministro Celestino Rodrigo y al reinado de “Lopecito”. El peronismo se agotó como fuerza para lidiar con los trabajadores, y la clase capitalista dio vía libre al golpe militar, con el que colaboraron posteriormente tanto radicales, como peronistas y el Partido Socialista, entre otros. Si en aquel momento la clase obrera no avanzó más fue responsabilidad exclusiva de su dirección, el peronismo y su burocracia sindical, que sostuvo a una Isabel Perón odiada por las mayorías populares. Pero también porque la guerrilla peronista jugó el papel de contener dentro de la alianza policlasista del peronismo a los jóvenes trabajadores y estudiantes radicalizados y junto con el ERP, encarnaron una estrategia pequeñoburguesa que separaba de la lucha real de las masas a sus militantes para llevar a cabo una guerra de aparatos que despreciaba la auténtica guerra de clases. Fueron los grupos de tareas de las Fuerzas Armadas, los que llevaron a cabo el plan de exterminio, siguiendo los mandatos del imperialismo y los consejos de Pío Laghi y la Iglesia Católica.

Decíamos que es un debate que se reabre sobre un pasado no resuelto porque el “Pacto de Impunidad” que condicionó a la democracia burguesa argentina desde la restauración democrática de 1983 intenta ser reconstruido luego de que la movilización popular lo socavara. Fue ella quien logró la condena de algunos centenares de criminales de la dictadura e impuso a la justicia burguesa el reconocimiento de la existencia un plan sistemático de exterminio desde el Estado contra todo un grupo nacional, que constituye la base jurídica de la definición de genocidio.

Luego de la crisis del 2001, el kirchnerismo expropió discursivamente las reivindicaciones de justicia de los movimientos de Derechos Humanos, cooptó a sus dirigentes, y lo convirtió en parte del relato expiando al peronismo por los crímenes de la Triple A y sin que se juzgue a todos los responsables militares, civiles, empresariales y eclesiásticos. Luego intentó una política de reconciliación con las Fuerzas Armadas que tuvo como protagonistas a genocidas como César Milani y represores como el también ex carapintada Sergio Berni, que redundó en el espionaje político a través del Proyecto X.

Decíamos que el debate era incómodo porque fueron los grandes grupos capitalistas -a los que el kirchnerismo permitió, según sus propias expresiones, levantarla en pala- los principales beneficiarios y promotores del golpe. Fueron los partidos de la burguesía los principales colaboradores.

Como sentenciaba Balzac, “detrás de cada fortuna hay un crimen”, y las manos chorreantes de sangre de las patronales argentinas y el imperialismo son las que digitan el discurso de la derecha en el poder. Veamos a los protagonistas: Juan José Gómez Centurión, un falso combatiente de Malvinas, un carapintada que se alzó en armas contra Raúl Alfonsín para exigir la impunidad de los criminales que participaron en la represión. Darío Lopérfido, hoy miembro de la oligárquica familia Mitre, a quienes los militares entregaron parte de Papel Prensa, y ex funcionario de un Gobierno de la Unión Cívica Radical como el de Fernando De la Rúa, que plagó de cadáveres los alrededores de la Plaza de Mayo en diciembre del 2001 para intentar aplastar una rebelión popular. Mauricio Macri, el hijo de Franco, el empresario que esquilmó al Estado y es recompensado, había salido de la dictadura genocida como uno de los grupos económicos más importante de la Argentina. Como cuenta Gabriela Cerruti: «Los Macri transitaron los últimos meses del gobierno peronista reunidos con Licio Gelli de la Logia P2 y José López Rega acordando construir el ‘Altar de la Patria’ que resguardaría los restos de Juan Domingo Perón y Eva Perón y unos meses después del golpe militar eran parte de la mesa chica del equipo económico y político de los militares. Con la llegada del gobierno peronista al poder, en 1973, el grupo tenía siete empresas. Finalizada la dictadura militar, el holding tenía 47 empresas».

Los argumentos de Cambiemos buscan reinstalar la idea de la reconciliación nacional y vuelve a ser el diario mitrista quien escribe el libreto: “Tras una cifra falsa del número de muertos y desaparecidos para que alcanzara la categoría de genocidio”. Intentan deslegitimar las reivindicaciones históricas de los movimientos de los derechos humanos. Unos mediante la restauración de la “Teoría de los dos demonios”, que pone un signo igual entre el terrorismo de Estado y la violencia ejercida por las clases subalternas y los grupos guerrilleros, exculpando al Estado de sus crímenes. Otros reivindicando a los represores como luchadores que cometieron excesos dentro de una «guerra sucia», según la doctrina contrarrevolucionaria francesa, contra una subversión sin dios, ni patria. Esta última es un calco del discurso videlista.

Si el kirchnerismo se reapropió de retazos de “memoria” para su operación de restaurar la autoridad del Estado y pasivizar al país convulsionado en el pos 2001, el macrismo busca borrar toda memoria de un genocidio de clase, legitimar un nuevo relato reaccionario de “los dos demonios”, como un aviso claro: son representantes de una clase que puede volver a hacerlo si las condiciones lo requieren.

El relato kirchnerista siempre rechazó que haya habido un genocidio de clase, lo consideraba un golpe contra un Gobierno «popular» y un proyecto «industrialista». La lucha contra el negacionismo macrista hay que encararla desde el punto de vista de recuperar para el presente la memoria revolucionaria de nuestra clase obrera, señalando a sus enemigos, reivindicando en la lucha contra el imperialismo y el capitalismo a nuestros hermanos caídos.

Comer y descomer trabajadores: la honestidad brutal de un CEO


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Comer y descomer trabajadores: la honestidad brutal de un CEO

Miguel Ángel Punte, viceministro de Jorge Triacca y hombre de Techint, desbocado declarara el carácter desechable de la clase trabajadora, comparándolo con las funciones del sistema digestivo.

 

“La posibilidad de entrada y salida del mundo laboral es una esencia del sistema laboral. Como en el organismo lo es comer y descomer”. Con estas palabras descarnadas el secretario de Empleo, Miguel Ángel Punte, definió la visión de las grandes patronales sobre la función y el carácter desechable de los individuos que componen la clase trabajadora.

Honestidad brutal. Punte no ha hecho más que manifestar el principio de la clase capitalista que como citara Karl Marx enunció Thomas Hobbes: “El valor o el mérito de un hombre es, como en las demás cosas, su precio, es decir, lo que se daría por el uso de su fuerza”. La fuerza de trabajo no es más que una mercancía que el capital usa y descarta a su antojo. Triturados por la maquinaria capitalista, los cuerpos proletarios pueden ser desechados como población sobrante y de esa manera presionar sobre el obrero empleado a aceptar las condiciones patronales para fijar el precio de la fuerza de trabajo. La condición para lograrlo es mantener desunida a las filas obreras, enfrentadas entre sí, compitiendo de ser posible por el puesto de trabajo. Si en los momentos de crisis y ofensiva patronal, las dirigencias burocráticas renuncian a la lucha de clases y pactan con las patronales, queda una clase desorganizada obligada a ceder derechos y someterse a la más descarnada dictadura del capital. Es esta relación la que se presenta como del orden natural de las cosas.

El hombre que hizo esta definición es filósofo y, según se cuenta en los pasillos de la Secretaria de Empleo, además de maltratar a sus subordinados, se dedica a provocar a los sociólogos dedicados a los estudios laborales en el Ministerio recordando la idea de primacía de la praxis de Karl Marx. Punte reivindica “una gestión de la disciplina laboral y que se respeten las pautas legales, los códigos de comportamiento y los valores de la empresa”, es decir el Gobierno pleno de la dictadura patronal en las unidades de producción y de trabajo.

No extraña, Punte es un cuadro internacional del Grupo Techint, cuyo origen hay que rastrearlo en los años ’30 cuando el fundador del Grupo, Agostino Rocca, encabezaba el Instituto para la Reconstrucción Industrial, en la Italia fascista de Benito Mussolini. Fue salvado de ir a la cárcel o de enfrentar a pelotón de fusilamiento, por los aliados y el stalinismo italiano. El colaborador del Duce y los nazis en la República de Saló, recordara amargamente y autoexculpandose: «Dejé Italia después de la guerra, ofendido y resentido por una expurgación basada en el hecho que, habiendo realizado como técnico cosas serias, había favorecido los valores del fascismo. Y entonces, el disgusto por esa situación me llevó a emigrar al exterior bajo cualquier condición y para siempre».

Banalidad del mal que, parafraseando a Hannah Arendt, caracteriza a los capitalistas y burócratas beneficiarios de los regímenes totalitarios. Los valores del fascismo de Techint volvieron a hacerse ver durante los tiempos del peronismo de la Triple A: «En enero de 1976 el “Pampa” Delaturi y Carlos Scafide, dirigentes obreros, fueron secuestrados y asesinados por la Concentración Nacional Universitaria (CNU) en el Camino Negro de Punta Lara» y la dictadura: “Los números fríos dicen 275 trabajadores desaparecidos del grupo Techint, en Dalmine/Siderca 60 compañeros fueron marcados, secuestrados y desaparecidos».

En los corrillos ministeriales sobre las internas entre los funcionarios se comenta que Punte es un paria ya que como representante de Techint no seria del agrado de los funcionarios del PRO, cuyo presidente Mauricio Macri solía ser competidor en los negocios de la obra publica. Techint, además, es quien alienta a Sergio Massa y el Frente Renovador. El acuerdo flexibilizador de Vaca Muerta, donde el Sindicato Petrolero de Guillermo Pereyra entregó a los trabajadores, interesa a Techint no solo por sus expectativas de inversión en el petróleo no convencional, sino porque el acuerdo se presenta como un modelo para todas las ramas.

Punte dice descarnadamente, sin bozal, lo que esta en boca de las grandes patronales; y los enfrentamientos políticos y comerciales de los antiguos rivales de negocios, son dejados de lado en pos de un interés común. Techint, Macri y el gran capital se unen en una declaración de guerra contra la clase trabajadora: flexibilizar las condiciones laborales y el mercado de trabajo, liquidar los convenios colectivos, planchar los salarios y aumentar la productividad y la explotación de la mano de obra, son sus consignas.

Como hombre formado en los manejos de los recursos humanos de una empresa de origen fascista, siente desprecio por los trabajadores, opina, con fundadas razones, que los burócratas sindicales son fáciles de comprar y desdeña de la capacidad de los trabajadores en la lucha de clases. No la ven venir. Punte, que desprecia los estudios sobre conflictividad laboral, no capta que la clase obrera argentina tiene, más allá y a pesar de la burocracia sindical, un nivel de acumulación de lucha, experiencia y organizaciones de base combativas y clasistas, que son la punta de lanza de una fuerza aún mayor. Imaginémonos por un instante el temor visceral que este personaje grotesco va a sentir cuando las fuerzas gigantescas de la clase trabajadora se pongan en movimiento, declare su derecho a emanciparse y toda su prepotencia se esfume en un instante.

La histórica causa patronal contra los convenios colectivos


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El ministro de Trabajo, Jorge Triaca, ratificó frente a 500 empresarios el pedido de liquidar los convenios colectivos de trabajo realizado por Mauricio Macri. El recuerdo del Rodrigazo.

Los empresarios, reunidos en el complejo Golden Center de Parque Norte, durante la 22° Conferencia Industrial de la UIA, sintieron un estallido de éxtasis al escuchar la afirmación de Jorge Triaca: “El presidente Mauricio Macri fue muy claro, tenemos que dar debate sobre los convenios y esto no va en detrimento de los derechos adquiridos de los trabajadores ni mucho menos”.

Para el ministro «hay convenios firmados 40 años atrás. Reflejan otros procesos, no los actuales. Hay actividades y categorías que son vetustas, que no tienen ningún sentido, que no son reflejo de la realidad» dijo así, refiriéndose al impacto de la tecnología.

Anteriormente había sido Mauricio Macri quien diera la consigna de liquidar los CCT al afirmar que «no podemos salir al mundo, aceptar los desafíos del Siglo XXI con convenios laborales del Siglo XX y algunos de la primera parte de ese siglo. Tenemos que sentarnos en la mesa y discutir todos los convenios laborales de vuelta, para defender los trabajos y crear nuevos, con coraje».

Los dichos del presidente y del titular de la cartera laboral buscan concitar el apoyo de las patronales, quienes históricamente han querido liquidar los convenios colectivos de trabajo, flexibilizar la relación laboral y por esa vía aumentar los niveles de explotación sobre la clase trabajadora. El gobierno y las patronales usan el argumento del avance de la tecnología como una amenaza contra los puestos de trabajo, para quebrar la resistencia del trabajador y poder disponer de él de la forma que quiera, sin que el trabajador pueda oponer a las pretensiones patronales derechos adquiridos por más de un siglo de luchas obreras.

La pretensión patronal de liquidar los convenios fue el programa de todas las dictaduras que hubo en Argentina desde 1955 en adelante. Incluso un poco antes, en 1952, fue el mismo Juan Domingo Perón quien intentó limitar sus alcances en el Congreso de la Productividad. Su fracaso en este terreno fue una de las causas que decidió a la burguesía por la Revolución Libertadora.

El ministro Triaca señaló los convenios de 40 años atrás, que expresan lo conquistado por la clase trabajadora durante el período de ascenso de la lucha de clases signado por el Cordobazo en mayo de 1969 y las jornadas de junio y julio de 1975, cuando una extraordinaria huelga general política puso fin al llamado Rodrigazo. En aquella ocasión, el gobierno de Isabel Perón y el jefe político de las Tres A, el Ministro de Bienestar Social José López Rega, llevaban adelante un brutal plan de ajuste contra el pueblo trabajador diseñado por su Ministro de Economía, Celestino Rodrigo.

En medio de una catástrofe económica internacional y con los mercados cerrados a las exportaciones argentinas debido al proteccionismo de las grandes potencias, el gobierno peronista se decidió a atacar a los trabajadores, negándose a homologar los convenios colectivos de trabajo.

La respuesta proletaria no se hizo esperar y en poco menos de un mes el país se encontró prácticamente paralizado, las grandes fábricas fueron ocupadas por sus trabajadores y las comisiones internas recuperadas de manos de la burocracia, organizando las Coordinadoras Interfabriles que alcanzaban la Capital, La Plata y Gran Buenos Aires y agrupaban a más de 120.000 trabajadores. En aquel entonces, esta situación y el estado de movilización y deliberación de la clase obrera obligó a la burocracia sindical que integraba las bandas de las Tres A a ponerse a la cabeza del movimiento, a riesgo de ser superada.

El 7 y 8 de julio de 1975, luego de un paro nacional previo del 28 de junio y de una movilización extraordinaria de las coordinadoras, que el 3 de julio cercó Buenos Aires, una extraordinaria huelga general puso fin al intento de ajuste y logró que se homologaran los convenios así como también impuso la expulsión del gobierno de Rodrigo y López Rega. Este fracaso del peronismo de llevar a cabo un ajuste contra el pueblo trabajador fue fundamental para que la burguesía nuevamente se decidiera por la salida de fuerza que resultó en el genocidio y el intento de los militares de avanzar nuevamente sobre los convenios colectivos de la clase obrera.

El ministro Triaca, que suele ir a misas de homenaje a genocidas y junto a genocidas, es hijo de otro ex ministro de Trabajo: Jorge Triacca padre. El mismo, además de haber negado la existencia de desaparecidos durante el Juicio a las Juntas, fue parte del gobierno menemista que llevó a cabo la mayor ofensiva sobre el movimiento obrero, retomando el núcleo del plan Rodrigo, imponiendo la flexibilización laboral y la división de la fuerza laboral entre efectivos, precarios y en negro. Bajo el gobierno de la Alianza, de la cual muchas de sus figuras participan del staff del gobierno de Cambiemos, se dio una nueva vuelta flexibilizadora con la famosa «ley Banelco» del entonces ministro Alberto Flamarique.

El argumento sobre la obsolescencia de los convenios cuenta con un importante hándicap: durante el kirchnerismo, la recuperación de derechos por parte de un sector de los trabajadores, se hizo manteniendo los cambios estructurales del período anterior, manteniendo como una de las columnas vertebrales de su modelo la precarización laboral.

La defensa de los convenios colectivos no es en detrimento de la generación de empleo sino una limitación a la sed de ganancia y la explotación de las patronales. La utilización de las nuevas tecnologías con que se pretende reducir la fuerza de trabajo, debería estar puesta en función de reducir la jornada para los trabajadores y repartir las horas disponibles entre el conjunto de la población laboriosa.