Crítica de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (Karl Marx)


Los droits de l’homme, los derechos del hombre, en cuanto tales, se distinguen así de los droits du citoyen, de los derechos del ciudadano. ¿Quién es el homme distinto del citoyen? Ni más ni menos que el miembro de la sociedad burguesa. ¿Por qué al miembro de la sociedad burguesa se le llama «hombre», simplemente hombre, y por qué sus derechos se llaman derechos del hombre? ¿Cómo se explica esto? Podemos explicarlo remitiéndonos a las relaciones entre el Estado político y la sociedad burguesa, a la ausencia o a la falta de la emancipación política.

En primer lugar constatamos el hecho de que los llamados derechos del hombre, los droits de l’homme en cuanto distintos de los droits du citoyen, no son sino los derechos del miembro de la sociedad burguesa, es decir, del hombre egoísta, del hombre separado del hombre y de la comunidad. La constitución más radical, la de 1793, puede afirmar:
Déclaration des droits de l’homme et du citoyen:
Article 2: «Ces droits, etc. (les droits naturels et imprescriptibles) sont: l’égalité, la liberté, la sûreté, la propriété».
¿En qué consiste la liberté?
Article 6: «La liberté est le pouvoir qui appartient à l’homme de faire tout ce qui ne nuit pas aux droits d’autrui» o, de acuerdo con la Declaración de los Derechos del hombre de 1791: «La liberté consiste à pouvoir faire tout ce qui ne nuit pas à autrui».
Así pues, la libertad es el derecho de hacer o ejercitar todo lo que no perjudica a los demás. Los límites entre los que uno puede moverse sin dañar a los demás están establecidos por la ley, del mismo modo que la empalizada marca el límite o la división entre las tierras. Se trata de la libertad del hombre en cuanto mónada aislada y replegada en sí misma. ¿Por qué entonces, de acuerdo con Bauer, el judío es incapaz de obtener los derechos humanos? «Mientras siga siendo judío la limitada esencia que hace de él un judío tiene necesariamente que triunfar sobre la esencia humana que, en cuanto hombre tiene que unirle al resto de los hombres y separarle de los que no son judíos». Pero el derecho humano de la libertad no está basado en la unión del hombre con el hombre, sino, por el contrario, en la separación del hombre con respecto al hombre. Es el derecho a esta disociación, el derecho del individuo delimitado, limitado a sí mismo.
La aplicación práctica del derecho humano de la libertad es el derecho humano de la propiedad privada.
¿En qué consiste el derecho humano de la propiedad privada?
Art. 16: (Constitución 1793): «Le droit de propieté est celui qui appartient à tout citoyen de jouir et de disposer à son gré de ses biens, de ses revenus, du fruit de son travail et de son industrie».
Así pues, el derecho del hombre a la propiedad privada es el derecho a disfrutar de su patrimonio y a disponer de él abiertamente (à son gré), sin atender al resto de los hombres, independientemente de la sociedad, del derecho del interés persona». Esa libertad individual y su aplicación constituyen el fundamento de la sociedad burguesa. Sociedad que hace que todo hombre encuentre en los demás, no la realización, sino, por el contrario, la limitación de su libertad. Y proclama por encima de todo el derecho humano «de jouir et de disposer à son gré de ses biens, de ses revenus, du fruit de son travail et de son industrie».
Quedan todavía por examinar los otros derechos humanos, la égalité y la sûreté.
La égalité, considerada aquí en su sentido no político, no es otra cosa que la igualdad de la liberté más arriba descrita, a saber, que todo hombre se considere por igual mónada y a sí misma se atenga. La Constitución de 1795 define del siguiente modo esa igualdad, de acuerdo con su significado:
Art. (Constitución de 1795): «L’egalité consiste en ce que la loi est la même pour tous, soit qu’elle protège, soit qu’elle punisse».
¿Y la sûreté?
Art. 8 (Constitución de 1795): «La sûreté consiste dans la protection accordé par la société à chacun de ses membres pour la conservation de sa personne, de ses droits et de ses propriétés».
La seguridad es el concepto social supremo de la sociedad burguesa, el concepto de policía, de acuerdo con el cual toda la sociedad existe para garantizar a cada uno de sus miembros la conservación de su persona, de sus derechos y de su propiedad. En ese sentido Hegel califica a la sociedad burguesa de «el Estado de la necesidad y del intelecto».
El concepto de la seguridad no hace que la sociedad burguesa supere su egoísmo. La seguridad es, por el contrario, la garantía de ese egoísmo.
Ninguno de los llamados derechos humanos trasciende, por lo tanto, el hombre egoísta, el hombre como miembro de la sociedad burguesa, es decir, el individuo replegado en sí mismo, en su interés privado y en su arbitrariedad privada y disociado de la comunidad. Muy lejos de concebir al hombre como ser genérico, estos derechos hacen aparecer, por el contrario, la vida genérica misma, la sociedad, como un marco externo a los individuos, como una limitación de su independencia originaria. El único nexo que los mantiene en cohesión es la necesidad natural, la necesidad y el interés privado, la conservación de su propiedad y de su persona egoísta.
Resulta extraño que un pueblo, que precisamente empieza a liberarse, que empieza a derribar todas las barreras entre los distintos miembros que lo componen y a crearse una conciencia política, que este pueblo proclame solemnemente la legitimidad del hombre egoísta, disociado de sus semejantes y de la comunidad (Déclaration de 1791); y más aún, que repita lo mismo en un momento en que sólo la más heroica abnegación puede salvar a la nación y viene, por lo tanto, imperiosamente exigida, en un momento en que se pone a la orden del día el sacrificio de todos los intereses en aras de la sociedad burguesa y en que el egoísmo debe ser castigado como un crimen (Déclaration des droits de l’homme, etc., de 1793). Pero este hecho resulta todavía más extraño cuando vemos que los emancipadores políticos rebajan incluso la ciudadanía, la comunidad política, al papel de simple medio para la conservación de los llamados derechos humanos; que, por lo tanto, se declara al citoyen servidor del homme egoísta, se degrada la esfera en que el hombre se comporta como comunidad por debajo de la esfera en que se comporta como individuo particular; que, por último, no se considera como verdadero y auténtico hombre al hombre en cuanto ciudadano, sino al hombre en cuanto burgués.
«Le but de toute association politique est la conservation des droits naturels et imprescriptibles de l’homme». (Déclaration des droits, etc., de 1791, art. 2). «Le gouvernement est institué pour garantir a l’homme la jouissance de ses droits naturels et imprescriptibles». (Déclaration, etc., de 1793, art. 1). Por lo tanto, incluso en los momentos de entusiasmo juvenil, exaltado por la fuerza de las circunstancias, la vida política aparece como simple medio cuyo fin es la vida de la sociedad burguesa. En realidad, su práctica revolucionaria se encuentra en flagrante contradicción con su teoría. Así por ejemplo, proclamándose la seguridad como un derecho humano, se pone públicamente a la orden del día la violación del secreto de la correspondencia. Se garantiza «la liberté indéfinie de la presse» (Constitution de 1795, art. 122), como una consecuencia del derecho humano a la libertad individual, pero ello no es óbice para que se anule totalmente la libertad de prensa, pues, «la liberté de la presse ne doit pas être permise lorsqu’elle compromet la liberté politique» (Robespierre jeune, Histoire parlamentaire de la Révolution française», par Bûchez et Roux, t. 28, pág. 159); es decir, que el derecho humano de la libertad deja de ser un derecho cuando entra en colisión con la vida política, mientras que, con arreglo a la teoría, la vida política sólo es la garantía de los derechos humanos, de los derechos del hombre en cuanto individuo, debiendo, por lo tanto, abandonarse tan pronto como contradice a su fin, a esos derechos humanos. Pero la práctica es sólo la excepción, y la teoría la regla. Ahora bien, si nos empeñáramos en considerar la misma práctica revolucionaria como el planteamiento correcto de la relación, quedaría por resolver el misterio de por qué en la conciencia de los emancipadores políticos se invierten los términos de la relación, presentando el fin como medio y el medio como fin. Ilusión óptica de su conciencia que no dejaría de ser un misterio, aunque fuese un misterio psicológico, teórico.
El enigma se resuelve de un modo sencillo.
La emancipación política es, al mismo tiempo, la disolución de la vieja sociedad, sobre la que descansa el Estado extraño al pueblo, el poder señorial. La revolución política es la revolución de la sociedad civil. ¿Cuál era el carácter de la vieja sociedad? Se caracteriza por una sola palabra. El feudalismo. La vieja sociedad civil tenía directamente un carácter político, es decir, los elementos de la vida burguesa, como por ejemplo, la posesión, o la familia, o el tipo y el modo de trabajo, se habían elevado al plano de elementos de la vida estatal, bajo la forma de la propiedad territorial, el estamento o la corporación. Desde este punto de vista, determinaban las relaciones entre el individuo y el conjunto del Estado, es decir, sus relaciones políticas o, lo que viene a ser lo mismo, sus relaciones de separación o exclusión del resto de las partes integrantes de la sociedad. Efectivamente, aquella organización de la vida del pueblo no elevaba la posesión o el trabajo al nivel de elementos sociales, sino que, por el contrario, llevaba a término su separación del conjunto del Estado y los constituía en sociedades particulares en el interior de la sociedad. A pesar de todo, las funciones y condiciones de vida de la sociedad civil seguían siendo políticas, aunque políticas en el sentido feudal; es decir, excluían al individuo del conjunto del Estado, y convertían la relación particular de su corporación con el conjunto del Estado en su propia relación universal con la vida del pueblo, del mismo modo que convertían su actividad y situación burguesas determinadas en su actividad y situación universal. Como consecuencia de esta organización, la unidad del Estado, en cuanto conciencia, voluntad y actividad de la unidad estatal, el poder general del Estado aparece necesariamente como asunto particular de un soberano aislado del pueblo y de sus servidores.
La revolución política, que derrocó ese poder señorial y elevó los asuntos del Estado a asuntos del pueblo y que constituyó al Estado político en asunto general, es decir, como Estado real, destruyó necesariamente todos los estamentos, corporaciones, gremios y privilegios, que eran otras tantas expresiones de la separación entre el pueblo y su comunidad. La revolución política suprimió, con ello, el carácter político de la sociedad burguesa. Escindió la sociedad burguesa en sus partes integrantes más simples, de una parte los individuos y de otra los elementos materiales y espirituales que forman el contenido vital, la situación burguesa de estos individuos. Liberó de sus ataduras al espíritu político, que se hallaba como escindido, dividido y estancado en los callejones sin salida de la sociedad feudal; lo aglutinó sacándolo de esta dispersión, lo liberó de su confusión con la vida burguesa a la que se había unido y lo constituyó en la esfera de la comunidad, de la actividad universal del pueblo, en ideal independencia con respecto a aquellos elementos particulares de la vida burguesa. Las determinadas actividades y condiciones de vida descendieron hasta una significación puramente individual. Dejaron de representar la relación general entre el individuo y el conjunto del Estado. Lejos de ello, la cosa pública en cuanto tal pasó a ser ahora de incumbencia general de todo individuo, y la función política su función universal.
Pero la puesta en práctica del idealismo del Estado fue, al mismo tiempo la puesta en práctica del materialismo de la sociedad burguesa. La supresión del yugo político fue al mismo tiempo la supresión de las ataduras que sujetaban el espíritu egoísta de la sociedad burguesa. La emancipación política fue contemporáneamente la emancipación de la sociedad burguesa de la política, de la apariencia misma de un contenido universal.
La sociedad feudal se hallaba disuelta en su fundamento: en el hombre. Pero en el hombre que constituía realmente su fundamento, en el hombre egoísta. Este hombre, miembro de la sociedad burguesa, es ahora la base, la premisa del Estado político. Y como tal es reconocido por él en los derechos humanos.
La libertad del egoísta y el reconocimiento de esa libertad es más bien el reconocimiento del movimiento desenfrenado de los elementos espirituales y materiales que forman su contenido de vida.
Por lo tanto, el hombre no se vio liberado de la religión, sino que obtuvo la libertad religiosa. No se vio liberado de la propiedad, sino que obtuvo la libertad de la propiedad. No se vio liberado del egoísmo de la industria, sino que obtuvo la libertad industrial.
La constitución del Estado político y la disolución de la sociedad burguesa en individuos independientes —cuya relación es el derecho, mientras que la relación entre los hombres de los estamentos y los gremios era el privilegio— se lleva a cabo en uno y el mismo acto. Ahora bien, el hombre, en cuanto miembro de la sociedad civil, el hombre no político, aparece necesariamente como el hombre natural. Los droits de l’homme aparecen como droits naturels, pues la actividad consciente de sí misma se concentra en el acto político. El hombre egoísta es el resultado pasivo, simplemente casual de la sociedad disuelta, objeto de la certeza inmediata y, por lo tanto, objeto natural. La revolución política disuelve la vida burguesa en sus partes integrantes, sin revolucionar esas mismas partes ni someterlas a crítica. Se comporta con respecto a la sociedad burguesa, con respecto al mundo de las necesidades, del trabajo, de los intereses particulares, del derecho privado, como con respecto a la base de su existencia, como con respecto una premisa que ya no es posible seguir razonando, y, por lo tanto, como ante su base natural. Finalmente el hombre, en cuanto miembro de la sociedad burguesa, es considerado como el verdadero hombre, como el homme a diferencia del citoyen, por ser el hombre en su inmediata existencia sensible e individual, mientras que el hombre político sólo es el hombre abstracto, artificial, el hombre en cuanto persona alegórica, moral. El hombre real sólo se reconoce bajo la forma del individuo egoísta; el hombre verdadero, sólo bajo la forma del citoyen abstracto.
Rousseau describe, pues, certeramente, la abstracción del hombre político, cuando dice:
«Celui qui ose entreprendre d’instituer un peuple doit se sentir en état de changer pour ainsi dire la nature humaine, de transformer chaque individu, qui par lui-même est un tout parfait et solitaire, en partie d’un plus grand tout dont cet individu reçoive en quelque sorte sa vie et son être, de substituer une existence partielle et morale à l’existence physique et indépendante. Il faut qu’il ôte à l’homme ses forces propres pour lui en donner qui lui soient étrangères et dont il ne puisse faire usage sans le secours d’autri». («Contrat social», lib. II, Londres, 1782, pág. 67.)
Toda emancipación es la reducción del mundo humano de las relaciones, al hombre mismo.
La emancipación política es la reducción del hombre, de una parte, a miembro de la sociedad burguesa, al individuo egoísta independiente, y, de otra parte, al ciudadano del Estado, a la persona moral.
Sólo cuando el hombre individual real reincorpora a sí al ciudadano abstracto y se convierte como hombre individual en ser genérico, en su trabajo individual y en sus relaciones individuales; sólo cuando el hombre ha reconocido y organizado sus «forces propres» como fuerzas sociales y cuando, por lo tanto, no desglosa ya de sí la fuerza social bajo la forma de fuerza política, sólo entonces se lleva a cabo la emancipación humana.

La técnica de un crítico en trece tesis. (Walter Benajmin)


I. El crítico es un estratega en el combate literario.

II. Quien no pueda tomar partido, debe callar.

III. El crítico nada tiene que ver con el exégeta de épocas artísticas pasadas.

IV. La crítica debe hablar el lenguaje de los artistas. Pues los conceptos del cénacle son consignas. Y sólo en las consignas resuena el grito de combate.

V. La ‘objetividad’ deberá sacrificarse siempre al espíritu de partido cuando la causa de combate merezca realmente la pena.

VI. La crítica es una cuestión moral. Si Goethe no comprendió a Hölderlin ni a Kleistm ni a Beethoven y Jean Paul, esto no atañe a su comprensión del arte, sino a su moral.

VII. Para el crítico, sus colegas son la instancia suprema. No el público. Y mucho menos la posteridad.

VIII. La posteridad olvida o enaltece. Sólo el crítico juzga en presencia del autor.

IX. Polémica significa destruir un libro citando unas cuantas de sus frases. Cuanto menos se lo haya estudiado, mejor. Sólo quien pueda destruir podrá criticar.

X. La verdadera polémica aborda un libro con la misma ternura con que un caníbal se guisa un lactante.

XI. El entusiasmo artístico le es ajeno al crítico. En sus manos, la obra de arte es el arma blanca en el combate de los espíritus.

XII. El arte del crítico in nuce: acuñar consignas sin traicionar las ideas. Las consignas de una crítica insuficiente malbaratan el pensamiento en aras de la moda. XIII. El público deberá padecer siempre injusticias y, no obstante, sentirse siempre representado por el crítico.

La posición de Trotsky sobre el antisemitismo, el sionismo y las perspectivas de la cuestión judía – Mario Kessler


Este articulo fue traducido y publicado originalmente por los camaradas de Diagonal marxista; http://marxismoendiagonales.wordpress.com/ Lo reproduzco por su importancia y porque es parte de la temática que este mismo blog aborda.

Traducción de Guillermo Crux.

Publicado originalmente en http://marxismoendiagonales.wordpress.com/2012/12/04/la-posicion-de-trotsky-sobre-el-antisemitismo-el-sionismo-y-las-perspectivas-de-la-cuestion-judia-mario-kessler/

La relevancia de Trotsky hoy.

El antisemitismo, el sionismo y la cuestión judía no constituyeron un tema central en los escritos de León Trotsky. Sin embargo, su actitud ante este problema es de importancia para el lector actual, con respecto a posiciones representativas dentro de la izquierda y a la preocupación de Trotsky por la cuestión nacional en general.(1)

La actitud de Trotsky sobre la cuestión judía era la de la mayoría de los revolucionarios judíos asimilados de Rusia, hacia el año 1900. Por esa época, predominaba la visión de que una transformación mundial del capitalismo hacia el socialismo, posible en un futuro no lejano, podría eliminar en Rusia (y en otros países de la “diáspora” judía) todas las barreras sociales que segregaban a judíos de no-judíos. El proceso de asimilación impuesto por el capitalismo debe alcanzar un nivel superior en una sociedad socialista, como parte de un proceso mundial de asimilación. Este proceso no debería excluir a ninguna nación. En consecuencia, Lenin consideraba la mejor integración posible de los judíos en las filas del movimiento socialista como un requisito previo y como parte de una política revolucionaria eficaz para resolver la cuestión judía.

Por el contrario, la Unión General de Trabajadores Judíos de Rusia, Polonia y Lituania (el Bund), negaba la posibilidad de una integración de los judíos de Europa Oriental por medio de la asimilación. Lo único factible sería el desarrollo nacional de los judíos, tanto dentro como fuera del movimiento obrero. Desde ese punto de vista, el Bund se oponía fuertemente al sionismo, incluso de forma aguda que otros socialdemócratas. Cabe señalar que no fue la concepción nacional del Bund en sí misma, sino la actitud separatista en cuanto a la organización del partido, la razón del conflicto con los bolcheviques y sobre todo con Lenin.(2) Estos diferentes puntos de vista se basaban en la concepción de que había que resolver la cuestión judía en los países donde vivían los judíos, no en Palestina. La emigración propuesta por los sionistas no podían sustituir la lucha por la emancipación de los judíos en sus respectivos países.

El sionismo

Todos los críticos socialistas del sionismo interpretan las diferencias fundamentales dentro del movimiento sionista hacia el año 1903 como la crisis decisiva del sionismo. En ese momento, el sexto congreso sionista en Basilea se caracterizó por profundas contradicciones existentes entre la mayoría de los participantes, que veían a Palestina como el único territorio donde se podía resolver la cuestión judía, y la minoría, que veía como alternativas al África Oriental Británica o a la Argentina. Al igual que los bundistas, (3) Trotsky pronosticaba la derrota final del sionismo. El 1° de enero de 1904 escribió en el órgano del partido, Iskra (La Chispa) que el santo y seña de una patria sionista había quedado expuesto como lo que era: el sueño reaccionario de un “aventurero sinvergüenza” (Herzl).(4) “Herzl prometió Palestina – pero no se la entregó [a los sionistas – MK] “. De hecho, el efecto de la propuesta del congreso sionista fue hundir al movimiento en una crisis de la que no pudo recuperarse. “Es imposible“, señaló Trotsky, “mantener vivo al sionismo por este tipo de engaños. El sionismo ha agotado su contenido miserable…. Decenas de conspiradores y cientos de ingenuos todavía pueden seguir apoyando las aventuras de Herzl, pero el sionismo como movimiento ya está condenado a perder todo su derecho a la existencia en el futuro.” Para Trotsky todo esto estaba “tan claro como el mediodía“.

Pero Trotsky predecía que una izquierda sionista encontraría inevitablemente su camino hacia las filas del movimiento revolucionario; por lo demás, el Bund se convertiría en su hogar político. Esta organización, a pesar de ser anti-sionista, se parecería cada vez más a los sionistas al destacar todos los asuntos judíos. Sería muy posible que el Bund heredara las ideas sionistas.

Casi noventa años después, vemos que esta predicción era errada. El Bund siguió siendo un ferviente crítico del sionismo. Trotsky no podía prever el hecho de que una futura izquierda sionista (en particular, una parte del Poale Zion) adoptaría la posición bundista anti-sionista y de “nacionalismo de la diáspora”. La cuestión de si, en condiciones diferentes, el Bund debería haber hecho algunas concesiones al sionismo con el fin de absorber algunos sionistas desencantados sigue sin responderse. Pero en ese momento era casi impensable.

Stalin y el antisemitismo

Sólo tres décadas más tarde Trotsky le prestaría la misma atención al sionismo. Hasta ese entonces se vio involucrado algunas en problemas judíos: durante la revolución de 1905 (5), en el asunto Beilis (cuando un obrero judío fue acusado de un asesinato ritual en Kiev) en 1913 (6), y durante los disturbios antisemitas en Rumanía en ese mismo año.(7) Siendo comandante del Ejército Rojo, reprimió las actividades pogromistas durante la Guerra Civil (8), y siempre se opuso a los restos del viejo antisemitismo ruso y a la aparición de un nuevo antisemitismo soviético (9). Por ese motivo, se sintió abrumado cuando en 1926 se dio cuenta de los primeros indicios de que se tomaba en cuenta su propio origen judío, particularmente en las luchas al interior del partido. Parte de los procedimientos con que Stalin derrotó a la Oposición Unificada, fue visibilizar el hecho de que sus principales figuras eran judíos (10). En una carta a Bujarin, el 4 de marzo de 1926, Trotsky protestó contra el trasfondo antijudío de una campaña de rumores: ¿Es cierto, es posible, que en nuestro Partido, en Moscú, en las CÉLULAS OBRERAS, se lleve a cabo agitación antisemita con impunidad?(11)” Bujarin, aunque se sorprendió seriamente, no contestó. (12)

Tras las revueltas de agosto de 1929 en Palestina, y especialmente después de que el fascismo se estableció en Alemania, y con la nueva ola de emigración a Palestina, Trotsky se enfrentó a las nuevas dimensiones de la cuestión judía y con las diversas propuestas para solucionarla, incluyendo el sionismo. En febrero de 1934 concedió una entrevista al periódico trotskista norteamericano The Class Struggle.(13) Ante la pregunta de si los disturbios en Palestina, donde se enfrentaban militantes árabes y judíos, representaba un levantamiento de las masas trabajadoras oprimidas árabes, Trotsky respondió que no conocía lo suficiente del tema como para determinar hasta qué punto estaban presentes “elementos que luchan por la liberación nacional (antiimperialistas)” y en qué grado estaban involucrados “musulmanes reaccionarios y pogromistas antisemitas“.

También se le preguntó si el antisemitismo del fascismo alemán debería obligar a los comunistas a adoptar un enfoque diferente sobre la cuestión judía. Trotsky dijo que tanto el Estado fascista en Alemania, así como la lucha entre árabes y judíos volvían a mostrar con mucha claridad el principio de que la cuestión judía no se podía resolver en los marcos del capitalismo:

Yo no sé si los judíos se reconstruirán como una nación. Sin embargo, no puede haber ninguna duda de que las condiciones materiales de la existencia de los judíos como una nación independiente sólo se podrán efectuar por medio de la revolución proletaria. No hay tal cosa en nuestro planeta como la idea de que uno tiene más derecho a la tierra que otro. El establecimiento de una base territorial para los judíos en Palestina o en cualquier otro país sólo es concebible con la migración de grandes masas humanas. Sólo un socialismo triunfante puede tomar esa tarea.”

Desfile de tropas de la Haganá, la principal formación militar sionista en Palestina en la década de 1930 y 1940

Trotsky añadió que “el callejón sin salida en el que se encuentran los judíos alemanes, así como el callejón sin salida en el que se encuentra el sionismo están inseparablemente ligados al callejón sin salida del capitalismo mundial, como un todo. Sólo cuando los trabajadores judíos vean claramente esta relación podrán evitar caer en el pesimismo y la desesperación“.

Trotsky en México

Después de su llegada a México en enero de 1937, Trotsky dio varias declaraciones sobre el sionismo, la cuestión de Palestina y los asuntos judíos en medio del crecimiento mundial del anti-semitismo. En una entrevista con varios corresponsales de la prensa judía, dijo que: “el conflicto entre los judíos y los árabes en Palestina adquiere un carácter cada vez más trágico y más amenazante. Yo no creo en absoluto que la cuestión judía se pueda resolver en el marco de la podredumbre del capitalismo y bajo el control del imperialismo británico” (14).

En julio de 1940, un mes antes de su asesinato, Trotsky advirtió, frente al giro crecientemente anti-sionista de la política de la administración británica en Palestina, que “el intento de resolver la cuestión judía a través de la migración de los judíos a Palestina hay que verlo como lo que es: una burla trágica al pueblo judío. Interesados en ganarse la simpatía de los árabes, que son más numerosos que los judíos, el gobierno británico ha alterado drásticamente su política hacia los judíos, y de hecho ha renunciado a su promesa de ayudarlos a encontrar su “hogar propio” en un país extranjero. El desarrollo futuro de los acontecimientos militares pueden llegar a convertir a Palestina en una trampa sangrienta para cientos de miles de judíos. Nunca se vio tan clara como hoy en día que la salvación del pueblo judío está ligada inseparablemente al derrocamiento del sistema capitalista” (15).

Durante el apogeo del terror estalinista en 1937, las esperanzas de Trotsky de una solución justa de la cuestión judía, al menos en la Unión Soviética, desaparecieron. En su ensayo “El Termidor y el antisemitismo”, señaló que la burocracia, como la fuerza social más regresiva y reaccionario, se aprovecharía de los peores prejuicios, incluyendo el anti-semitismo. En la búsqueda de chivos expiatorios, la burocracia seguiría el camino de las Centurias Negras zaristas. En cuanto a los juicios-farsa y las campañas de represión, donde se resaltaban los nombres judíos de numerosas víctimas, Trotsky escribió: “No hay un sólo ejemplo en la historia en el que la reacción que sigue a un levantamiento revolucionario no venga acompañada por las pasiones chauvinistas más desenfrenadas, entre ellas el antisemitismo” (16).

Este ensayo permaneció inédito en vida de Trotsky, tal vez con el fin de evitar una ofensiva triunfal de propaganda nazi. Mucho mejor y mucho antes que cualquier otro escritor socialista (con la posible excepción de August Thalheimer) (17) Trotsky vio muy claramente la naturaleza de clase y la destrucción mortal del fascismo de Hitler.(18) Después de la llamada “Noche de los Cristales”, señaló en un pasaje notable y conmovedor de una carta a los camaradas norteamericanos, el 22 de diciembre de 1938: “Se puede imaginar sin dificultad lo que les espera a los judíos ya desde el estallido de la próxima guerra mundial. Pero incluso sin guerra, el próximo desarrollo de la reacción mundial significará con certeza el exterminio físico de los judíos“(19).

Enfrentando al nazismo

Ya enfrentando al nazismo, Trotsky lo veía como un fenómeno que agitaba y reunía todas las fuerzas de la barbarie que acechaban bajo la delgada superficie de la sociedad de clases “civilizada”. Tenía una extraordinaria visión de la barbarie que amenazaba con hundir Europa. Pero Trotsky no fue el único que buscaba una solución de lo que se llamó la cuestión judía en un contexto de transformación de la sociedad capitalista en socialista. Esto era desde mucho tiempo atrás el leitmotiv de todos los marxistas, incluyendo los que siguieron la línea estalinista de la Tercera Internacional.

La obra de referencia para el público lector de la Internacional Comunista fue, desde su publicación en 1931, el libro de Otto Heller Der Untergang des Judentums (La ruina del judaísmo). Su segunda edición alemana apareció inmediatamente antes de que los nazis tomaran el poder. Según Heller, el título, bastante extraño, se refiere a la desaparición del comerciante judío y todo lo relacionado con su existencia, que comenzó con la Revolución Francesa y la victoria del capitalismo en Occidente. Esto, a su vez, destruyó las condiciones para un estilo de vida judío separado. A falta de territorio, los judios no eran una nación dentro de los países donde vivían. En la Unión Soviética, todavía eran sin duda los herederos de una nacionalidad. La Unión Soviética no se opuso a su asimilación, ni los obligó a establecerse en una región compacta.

Sin embargo, en la península de Crimea, y también, especialmente, en Birobidzhán, cerca del río Amur en el Lejano Oriente soviético, le ofreció a los judíos la oportunidad de “crear aquí su unidad administrativa socialista autónoma, que aún no existe”, escribía, apologéticamente, Heller. (20) Él, como tantos propagandistas, antes y después, dibujaron una imagen idealizada de la situación en la URSS, la imagen de una familia socialista de las naciones. Una vez que el problema judío supuestamente se había resuelto en la Unión Soviética en realidad seguía existiendo “una verdadera cuestión judía, actualmente en el este y el sur de Europa, en las áreas socialmente atrasadas“. (21) Heller escribió estas líneas en vísperas de la toma del poder por parte de Hitler. Tenía tan poca idea de las horribles consecuencias de ese acto, como el partido al que pertenecía, el Partido Comunista de Alemania (KPD), que no pudo resistir la marcha constante de la reacción y la barbarie que se apoderó del continente.

En los primeros años del Partido Comunista alemán

En los primeros años del KPD había muchos intelectuales judíos entre los líderes del Partido (Rosa Luxemburg, Paul Levi, August Thalheimer, y poco más tarde Ruth Fischer, Arkadi Maslow, Werner Scholem, Iwan Katz y Arthur Rosenberg), pero esto no era resaltado públicamente. A lo largo de todos sus cambios de dirección política, el KPD se aferró al análisis marxista tradicional de la cuestión judía, es decir, apoyó la asimilación como la mejor manera de alcanzar la emancipación de los judíos y se opuso fuertemente al sionismo. También se aferró al axioma de los socialdemócratas alemanes de antes de la Primera Guerra Mundial: “La liberación de los trabajadores de la explotación capitalista y la emancipación de los judíos de la discriminación política son dos caras de la misma moneda” (22) Pero al pedirles a los judíos que abandonen sus tradiciones religiosas y culturales, que se asimilen, dejando de dar sustento al anti-semitismo, el movimiento obrero estaba aceptando “la discriminación contra los judíos practicada por los poderes conservadores realmente existentes, porque la Constitución del Imperio alemán sólo le garantizaba igualdad a los judíos como individuos, pero discriminando a la religión judía … a diferencia de las iglesias cristianas“. (23)

Aunque esto cambió con la Constitución de Weimar, en la primera democracia parlamentaria alemana la administración del Estado seguía firmemente en manos de una burocracia conservadora, que se opuso con vehemencia no sólo a la emancipación judía, sino también a un fuerte movimiento obrero democrático. Las élites tradicionales ahora debían utilizar máscaras democráticas, pero en todas las crisis de la República pusieron su dinero en fuerzas anti-democráticas, en última instancia, en el Partido Nazi. Estas clases y una pequeñoburguesía pauperizada y radicalizada estaban vinculadas cada vez más firmemente por un anti-semitismo cada vez más cargado de un pensamiento anti-comunista y pseudo-igualitario. Esta asociación fue ignorada o minimizada, no sólo por los comunistas y socialistas, sino también por la mayor parte de la centro izquierda, con la honrosa excepción del círculo Weltbühne.

“Nacional bolchevismo”

La prensa del partido tomó una posición firme y polémica contra la difusión de las tendencias antisemitas entre la clase media proletarizada después de la Primera Guerra Mundial. (24) Incluso durante su etapa “nacional bolchevique” en 1919, y sus guiños a los desesperados nacionalistas de derecha tras el “discurso Schlageter” de Karl Radek (25), el KPD se seguía definiendo en contra de todo tipo de antisemitismo. Sin embargo, al mismo tiempo, dentro del propio partido había signos de sentimientos antisemitas. Una preocupada Klara Zetkin escribió a la IX° Conferencia del KPD en marzo de 1924: “La ‘izquierda’ mayoritaria del Partido combina fraternalmente muchos amigos del KAPD [Partido Obrero Comunista, ruptura ultraizquierdista del KPD, nota del trad.] sindicalistas, anti-parlamentarios y, se ve a la luz – horribile dictu – incluso reformistas y, últimamente, fascistas antisemitas” (26) Durante la conferencia del partido un seguidor anónimo de Heinrich Brandler declaró: “Hay una cierta resaca anti-semita en el partido” (27) Pero en ningún momento estas tendencias dictaron la actitud del KPD hacia la cuestión judía.

Esto ni siquiera fue así incluso en 1924 cuando, bajo los comunistas en Baviera y Alemania central, levantó cabeza una especie de antisemitismo lumpenproletario y anti-capitalista y halló eco en panfletos y periódicos locales como el Klassenkampf (Lucha de clases) de Halle. (28) Por motivos oportunistas de política cotidiana, el Partido sentía que tenía que tener en cuenta el resentimiento antisemita de sectores de la pequeña burguesía y el proletariado que quería conquistar para el KPD. En un discurso pronunciado el 25 de julio 1923 ante comunistas y estudiantes “estrechamente nacionalistas” Ruth Fischer dijo:

“¿Ustedes están protestando contra el capitalismo judío, caballeros? Cualquiera que proteste contra el capitalismo judío, señores, ya es un guerrero clasista, lo sepa o no. Ustedes están en contra del capitalismo judío y quieren barrer a los corredores de bolsa. Eso está bien. Señalen a los capitalistas judíos, cuélguenlos de las farolas, pisotéenlos, a Stinnes, a Klockner …. ” (29)

También hubo ejemplos de pensamiento antisemita en el órgano del partido, Die rote Fahne (La Bandera Roja), como por ejemplo, el darle al vicepresidente (judío) de la policía de Berlín, Bernhard Weiss, el nombre de pila de resonancia judía “Isodor”, una práctica que luego sería retomada y ampliada por los nazis. (30)

La única vez antes de 1933 (después de los acontecimientos en Palestina, en agosto de 1929), en que la dirección del KPD habló directamente sobre el sionismo, claramente mostró su falta de familiaridad con los diversos aspectos de la cuestión judía. Al hablar en una reunión del Comité Central, celebrada los días 24 y 25 de octubre de 1929, Hermann Remmele admitió que “dentro del partido … se conoce poco el papel desempeñado allí por la Comintern, el movimiento revolucionario del comunismo. Nuestro partido [el Partido Comunista de Palestina – MK] tiene 160 miembros en Palestina, 30 son árabes, y los otros 130 son sionistas. Es claro que este partido no puede tener el tipo de actitud que exige la ley de la Revolución. Obviamente el pueblo oprimido que, en las condiciones actuales, puede proporcionar el elemento revolucionario, no puede ser otro que los árabes.” (31)

Casi no hay una sola palabra que no esté mal aquí. Además de la utilización indiscriminada de “judíos” y “árabes”, la afirmación de que los miembros judíos del Partido eran sionistas era una distorsión completa de los hechos. El KPD debería haber sido consciente de esto. De ello se desprende que la Rote Fahne haya interpretado las posiciones, que eran nacionalistas en ambos lados, como una lucha anti-imperialista desde el bando árabe, sin criticar de ninguna manera la política de su dirección feudal-clerical. (32) Sin embargo, otras publicaciones con simpatías comunistas fueron más capaces de diferenciar. (33)

Un año más tarde, en su folleto Sowjetstern oder Hakenkreuz? (“¿La estrella soviética o la esvástica?”), Remmele fue muy crítico con el antisemitismo nazi. Creyó, erróneamente, que ese antisemitismo era una farsa, y que Hitler y sus cómplices harían una gran muestra de antisemitismo, pero a la larga llegarían a acuerdos con los capitalistas judíos y no judíos por igual. (34) Una serie de informes de prensa apoyaron esta interpretación (35), lo cual que no impidió que el KPD (principalmente a través de la sección alemana del Socorro Rojo Internacional, en el que tuvo una influencia considerable) ayudara a las víctimas del antisemitismo, en su mayoría judíos que habían emigrado hacia Alemania desde Europa Oriental. (36)

Después de 1933

El año 1933 fue testigo de la destrucción de las ilusiones de los comunistas sobre el alcance y los resultados de la toma del poder por parte de los nazis. El proscripto Partido ahora pasaba a condenar la persecución nazi contra los judíos en todas sus formas. (37) Sin embargo, no fue hasta la “Reichskristallnacht” [la serie de pogromos antijudíos coordinados en una noche en toda Alemania y parte de Austria, nota del trad.], del 9 de noviembre de 1938 que la dirección del Partido se dio cuenta de que el nazismo era un peligro no sólo para los judíos, sino para toda la civilización mundial. Sin embargo, incluso en su declaración “Gegen die Schmach der Judenpogrome” (Contra la vergüenza de los pogroms antijudíos) de noviembre de 1938, el KPD sobreestimó la solidaridad del pueblo alemán con los judíos perseguidos y subestimó la disposición de muchas personas a participar en la persecución y el saqueo de la propiedad judía. (38) Al mismo tiempo, en la prensa de los emigrados, Walter Ulbricht [quien después de la guerra sería el máximo líder del régimen estalinista de Alemania Oriental hasta su muerte, en 1973, nota del trad.] tomó partido por el bando judío en el conflicto de Palestina. Este es el mismo Walter Ulbricht, que en 1967, en la guerra árabe-israelí, era incapaz de ver divisiones de clase, sino simplemente una lucha entre estados árabes progresistas contra un Israel dirigido por los imperialistas. (39)

Los pequeños grupos marxistas – el Partido Comunista de Alemania-Oposición (KPDO) [ligado a la fracción comunista de derecha de Bujarin, nota del trad.], el Partido Obrero Socialista (SAP) [ruptura por izquierda del partido socialdemócrata, nota del trad.], y los trotskistas – hicieron todo lo posible para abrir los ojos de los alemanes frente a la destrucción mortal del fascismo de Hitler. Después de la llegada al poder de los nazis, hicieron todo lo posible para denunciar su comportamiento abominable, sobre todo en lo que respecta a los judíos. Sin embargo, el reformista Partido Socialdemócrata (SPD)(40), y, especialmente, el KPD estalinista, fueron sordos y ciegos a sus advertencias. El KPD y el SPD se dedicaron principalmente a una guerra burocrática interna.

El Holocausto

Nadie había visto con tanta claridad como Trotsky la horrible posibilidad del Holocausto. Ahora, frente al asesinato en masa de los nazis, Trotsky proponía la migración de los judíos de Europa – de un continente cada vez más ensombrecido por la esvástica. Aún así criticó el método sionista de resolver la cuestión judía como utópico y reaccionario, aunque modificando ligeramente sus argumentos. Él consideraba la existencia de una “nación judía”, que aún carecía de una base territorial. (41) Pero Palestina seguía siendo para él “un espejismo trágico, y Birobidzhán [la “Región Autónoma Judía» soviética- MK] una farsa burocrática“. (42) Sin embargo, podría haber una migración dentro de una federación socialista, como escribió Trotsky en “El Termidor y el antisemitismo”. (43) Para Trotsky seguían abiertas las perspectivas y posibilidades de la asimilación judía. Al autor del presente ensayo le parece que su perspectiva negativa sobre la existencia judía en las sociedades capitalistas, se basaba en su visión revolucionaria global de un próximo derrocamiento del “capitalismo en descomposición” en lugar de ser el producto de un “espíritu de época”.

Pero el sistema capitalista no se derrumbó después de la Segunda Guerra Mundial. Con todos sus antagonismos se mantuvo poderoso y fue capaz de recuperarse de una serie de crisis económicas y políticas. El nuevo estado de Israel se convirtió en un ejemplo de expansión y crecimiento del capitalismo en Oriente Medio. En el contexto del conflicto árabe-judío, Israel pasó, de ser un intento de resolver el problema judío, a convertirse en parte de ese problema. Los historiadores actuales han de evaluar si, de forma modificada, siguen siendo válidas las explicaciones de Trotsky para judíos y árabes, para socialistas y no socialistas, que se oponen al antisemitismo y a cualquier forma de discriminación racial y étnica, y para el mundo en general a finales del siglo XX.

Notas

1. La actitud general de Trotsky hacia la cuestión judía fue descrita por Yechiel Harari, “Le parcours de Trotsky”, en Les Nouveaux Cahiers No.36, primavera de 1974, pp.43-61; Robert S. Wistrich, Revolutionary Jews from Marx to Trotsky, Londres, 1976, Baruch Knei-Paz, The Social and Political Thought of Leon Trotsky, Oxford 1978. Una actitud más hostil se puede encontrar en Edmund Silberner, Kommunisten zur Judenfage. Zur Geschichte von Theorie und Praxis des Kommunismus, Opladen 1983, y en particular en Joel Carmichael, Trotsky, Nueva Cork, 1972, y Joseph Nevada, Trotsky and the Jews, Philadelphia 1972.

2. Para las diferencias fundamentales entre Lenin y el Bund sobre el problema de la organización del partido cf. Henry J. Tobias “The Bund and Lenin until 1903″, en Russian Review, Vol.20 No.4, 1961, pp.344-57; idem, The Jewish Bund in Russia: From Its Origins to 1905, Stanford, Cal. 1972; John Bunzi, Klassenkampf in der Diaspora. Zur Geschichte der jüdischen Arbeiterbewegung, Vienna 1975; Jonathan Frankel, Prophecy and Politics: Socialism, Nationalism and the Russian Jews, New York 1982; Nathan Weinstock, Le pain de misère. Histoire du mouvement ouvrier juif en Europe, Vol.1, Paris 1984; Enzo Traverso, Les Marxistes et la question juive. Histoire d’un débat (1843-1943), Montreuil 1990; Mario Kessler, Mainz, 1993

3. Cf. Vladimir Medem, Shestoi sionisticheskii Kongress v Bazele, Londres, 1903.

4. L. Trotsky, “Razlozhenie sionizma i ego vozmozhnye preemnike”, en Iskra, 1° de enero 1904, citado en Knei-Paz, op. cit, p.540 y ss. Los siguientes pasajes son de la misma fuente.

5. Cf. L. Trotsky, Die Russische Revolution von 1905, Dresde 1908.

6. Cf. L. Trotsky, “Die Beilis-Affäre”, en Die Neue Zeit, Vol.33 / 1, 1913, pp.310-20.

7. Cf. L. Trotsky, “Evreiskii vopros”, Kievskaya Mysl 17, 20, 21 de agosto de 1913, reimpreso en L. Trotsky / Ch. Rakovsky, Ocherky politicheskii Rumynii, Moscú y Petrogrado, 1923, ch.9.

8. Cf. Silberner, Kommunismus zur Judenfrage, pp.103-4.

9. Cf. L. Trotsky, Fragen des Altagslebens. Die Epoche der “Kulturarbeit” und ihr Aufgaben, Berlín, 1923.

10. “Los judíos se hacían en la Oposición, a pesar de que estaban allí, junto con la flor de la intelectualidad no judía y los trabajadores. Trotsky, Zinoviev, Kamenev, Sokolnikov, Radek, eran todos judíos”. Isaac Deutscher, El profeta desarmado: Trotsky 1921-1929, Nueva York, 1965, pp.258-9.

11. Citado en ibid., P.258. Cursivas en el original. Encontré este documento en los archivos de Trotsky, Biblioteca Houghton de Harvard University, Cambridge Mass. La firma de este documento es T868.

12. Cf. Stephen F. Cohen, Bujarin y la revolución bolchevique: Una biografía política, New York 1973, pp.239-40, 473. La actitud de Bujarin hacia el antisemitismo en la Rusia soviética no se menciona en la biografía más reciente. Cf. Wladislaw Hedeler y Ruth Stoijarowa, Nikolai Bucharin, Leben und Werk, Mainz, 1993. Bujarin siempre se opuso estrictamente a cualquier tipo de judeofobia.

13. Cf. L. Trotsky, “En el ‘problema judío’”, en Trotsky, Sobre la cuestión judía, Nueva York 1970. Los siguientes pasajes son de la misma fuente.

14. L. Trotsky, “Entrevista con corresponsales judíos”, en Trotsky, Sobre la cuestión judía, p.20.

15. L. Trotsky, fragmento, de Trotsky, Sobre la cuestión judía, p.12.

16. L. Trotsky, “El Thermidor y el antisemitismo”, en Trotsky, Sobre la cuestión judía, p.22.

17. Sobre la teoría del fascismo de Thalheimer cf. por ejemplo. Martin Kitchen, “August Thalheimer’s Theory of Fascism”, in Journal of the History of Ideas, Vol.34 No.1, 1973, pp.67-8; Theodor Bergmann, Gegen den Strom. Die Geschichte der Kommunistischen Partei-Opposition, Hamburg 1987; Jurgen Kaestner, Die Politische Theorie August Thalheimers, Frankfurt am Main y New York 1982; Theodor Bergmann y Wolfgang Hauble, De Geschwiste Thalheimer, Mainz 1993

18. Sobre la teoría de Trotsky del fascismo cf. por ejemplo. Ernest Mandel, León Trotsky: Un estudio sobre la dinámica de su pensamiento, Londres 1979, y Robert S. Wistrich, Trotsky: El destino de un Revolucionario, Londres 1979.

19. L. Trotsky, “Llamamiento a los judíos estadounidenses amenazados por el fascismo y el antisemitismo”, en Trotsky, Sobre la cuestión judía, p.29. Cursivas en el original.

20. Otto Heller, Der Untergang des Judentums. Die Judenfrage. Ihre Kritik. Ihre Lösung durch den Sozialismus, Segunda edición, Berlín y Viena, 1933, p.259.

21. Idem, en Klärung. 12 Autoren und Politiker über die Judenfrage, Berlín 1932, p.259.

22. Cf. Walter Grab, Der Deutsche Weg der Judenemanzipation 1789-1933, Munich y Zurich, 1991, p.134.

23. Cf. ibid., p.140.

24. Cf. Neue Zeitung (Munich), 23 de diciembre de 1922.

25. El 20 de junio de 1923, a poco del plenario ampliado del Comité Ejecutivo de la IC, Karl Radek trató de efectuar un acercamiento entre las fuerzas comunistas y nacionalistas, por lo cual elogió a Albert Leo Schlageter, que, durante la ocupación francesa de la cuenca del Ruhr, fue juzgado por un consejo de guerra y fusilado. Véase K. Radek, “Leo Schlageter: The Wanderer into the Void”.

26. Bericht über die Verhandlungen des IX. Parteitages der KPD (7. Bis 10. April 1924), p.93.

27. Ibid., P.289.

28. Cf. Silberner, Kommunismus zur Judenfrage, p.270.

29. De acuerdo con un informe publicado en el diario socialdemócrata Vorwärts, 22 de agosto de 1923.

30. Cf. Die Rote Fahne, 5 de julio de 1923.

31. Stiftung Archiv der Parteien und der DDR Massenorganisationen im Bundesarchiv, Berlín, signatura 1,2 / 1/74.

32. Cf. Die Rote Fahne, 27 de agosto a 7 de septiembre de 1929.

33. Cf. Arbeiter-Zeitung Illustrierte, No.39, 1929; Agrar-Probleme, Vol.2 Nos.3 / 4, 1929, esp. p.579.

34. Hermann Remmele, Sowjetstern oder Hakenkreuz?, Berlín, 1930.

35. Cf. Die Rote Fahne, 3 de septiembre de 1929, 17 de septiembre de 1931, 9 y 29 de abril 1932, 17 de septiembre de 1932. Cf. también “Kommunismus und Judenfrage” en Der Jud’ ist schuld …? Diskussionsbuch über die Judenfrage Basel, etc. 1932, pp.272-286.

36. Cf. George L. Mosse, “El socialismo alemán y la cuestión judía en la República de Weimar”, en el Instituto Leo Baeck Año XVI Libro, Londres, 1971, pp.123-51.

37. Cf. Silberner, Kommunismus zur Judenfrage, pp.286-92.

38. Cf. Helmut Eschwege (ed.), J. Kennzeichen Bilder, Dokumente, Berichte zur Geschichte der Verbrechen des deutschen un Hitlerfaschismus den Juden 1933-1945, Berlín 1945, p.105 (un facsímil de la declaración KPD).

39. Cf. Walter Ulbricht, “Die Judenpogrome – eine der Waffe faschistischen Kriegspolitik”, en Rundschau über Politik, Wirtschaft und Arbeiterbewegung, No.57, 24 de noviembre de 1938, pp.1953-4.

40. Sobre la actitud del SPD hacia los judíos durante la época de Weimar cf. por ejemplo. Donald L. Niewyk, Socialist, Anti-Semite and Jew: German Social Democracy Confronts the Problem of Anti-Semitism, 1918-I939, Baton Rouge, La. 1971

41. L. Trotsky, “Entrevista con corresponsales judíos”, en Trotsky, Sobre la cuestión judía, p.20.

42. L. Trotsky, “Llamamiento a los judíos estadounidenses…”, en Trotsky, Sobre la cuestión judía, p.29. Por la actitud de Trotsky sobre Birobidzhán cf. Trotsky, “Respuesta a una pregunta sobre Birobidzhán”, en Trotsky, Sobre la cuestión judía, pp.18-19.

43. Cf. Trotsky, “El Thermidor y el antisemitismo, en Trotsky, Sobre la cuestión judía, pp.28-9.

“El Holocausto marca un corte en la cultura” (Entrevista en P12 a Enzo Traverso)


Por Eduardo Jozami

–Enzo, podríamos comenzar por preguntarnos ¿por qué razón la memoria del Holocausto se transforma en lo que has llamado “una religión civil” y adquiere una dimensión tan importante recién en las últimas décadas del siglo XX, siendo que se trata de un proceso ocurrido en los años ’40?
–Esa transformación de la memoria del Holocausto en religión civil del mundo occidental está vinculada al fin del siglo XX que se puede datar con la caída del Muro de Berlín en 1989, el derrumbe de la URSS, el fin de la Guerra Fría. El siglo XX toma entonces un perfil de época de violencia, guerras, totalitarismos y genocidios. El concepto mismo de genocidio es forjado en el siglo XX, y entonces la memoria del Holocausto deviene un paradigma de la violencia, casi una metáfora del siglo en su conjunto.
–Eso representa una ruptura muy fuerte respecto de las lecturas dominantes en las décadas anteriores sobre la historia del siglo XX. Era común hablar entonces del siglo de las revoluciones, el siglo de la izquierda, de las grandes confrontaciones ideológicas y, de pronto, este nuevo proceso memorialístico lo considera un siglo de totalitarismos y de violencias que resultan difíciles de explicar.
–El humanitarismo se convierte en una categoría analítica que interpreta toda la historia del siglo y el pasado aparece como una confrontación binaria entre verdugos y víctimas. La violencia casi no se explica, se estigmatiza para, con una mirada bastante apologética, legitimar el orden político y económico: la sociedad de mercado y la democracia liberal como antítesis del totalitarismo. El siglo XXI empieza con la caída del comunismo y la toma de conciencia de que las revoluciones del siglo XX fracasaron. El siglo XXI comienza sin utopías y fue caracterizado como post ideológico. Todo el contexto favorece una focalización obsesiva sobre la violencia y las víctimas, olvidando las revoluciones fracasadas que son asimiladas a los totalitarismos.
–1989, año de la caída del Muro de Berlín, es también el del bicentenario de la Revolución Francesa, oportunidad para que buena parte de la intelectualidad y el mundo oficial europeo declarara, en palabras de François Furet, el fin de la Revolución Francesa y de la misma idea de revolución. Ese año, en Argentina, en ese contexto internacional de negación de la historia y las confrontaciones ideológicas, el presidente Carlos Menem trajo al país los restos de Juan Manuel de Rosas, personaje cuestionado por toda la oposición liberal, cuyos restos seguían en Inglaterra desde su muerte, en las últimas décadas del siglo XIX. Esa reparación histórica fue presentada como constatación de que habían desaparecido las contradicciones profundas entre los argentinos. Menem, que visitó ese año a Felipe González, Gorbachov y otros líderes, volvió diciendo: “En todas partes ya no se habla más del socialismo ni de la revolución, el capitalismo ha triunfado”. En ese momento se dictan los indultos a los comandantes condenados en el Juicio a las Juntas en 1985. El retroceso de las políticas de memoria en la Argentina se inscribe también en la visión de un mundo reconciliado, donde ya las ideologías han desaparecido y entonces tampoco tendría sentido que la historia argentina siguiera siendo un terreno de disputa. Para afirmar esto, con un gesto muy fuerte, Menem visita a uno de los jefes del golpe militar que derrocó a Perón en 1955, el almirante Rojas, e incorpora a su gobierno a otro de los dirigentes de ese golpe, el ingeniero Alsogaray, un economista ultrarreaccionario. Esto generó gran confusión política e ideológica, no sólo en el peronismo; a los argentinos nos costó reencontrar el rumbo y tener propuestas de futuro, y me parece que esto algo tiene que ver con el proceso que sufrió la tradición antifascista en Europa.
–Después de 1989 se tiene la ilusión del fin de la historia y se puede proceder a una reconciliación con el pasado. El menemismo participa, creo, de esa ilusión del siglo XXI, como siglo post totalitario que marcha hacia la prosperidad neoliberal y la democracia liberal como sistema. En España, viejos republicanos y miembros de la División Azul que Franco envió a Rusia con el ejército alemán desfilaron juntos, fraternizando los conflictos del pasado. En Italia, también se quiso acabar con el conflicto entre fascismo y antifascismo, diciendo que todos eran patriotas. Pero fue un momento, una etapa, porque el pasado aparece otra vez como matriz de memorias conflictivas. No ocurre lo mismo con el Holocausto, porque es la memoria de un genocidio universalmente reconocido y el nazismo está condenado por la historia, no es un pasado de guerras civiles que todavía producen conflictos en el presente. El éxito de la memoria del Holocausto está vinculado con su dimensión relativamente a-problemática, no conflictiva, consensual.
–En el caso argentino, el Holocausto fue una referencia importante, conocimos esta nueva orientación memorialística, pero otras influencias actuaron en sentido contrario, incluso dentro de la cultura judía. Por ejemplo, los trabajos de Yerushalmi sobre la tradición judía contribuyeron a conformar un deber de memoria. El pueblo judío, cuando era el pueblo del libro, que no tenía un territorio, un Estado, reafirmaba su identidad a través de esta memoria de los libros sagrados. Esto en un país donde la influencia de la cultura judía es importante y donde tuvimos en ese década de 1990 dos atentados muy serios contra la embajada y contra la mutual judía. Entonces si la influencia de la memoria del Holocausto en Europa podía tener a veces un sentido deshistorizador o despolitizador, la cultura judía jugaba a favor de la afirmación, de la necesidad, de la memoria. Y también fue muy importante la influencia de Walter Benjamin, con esa curiosa mezcla de marxismo herético y mesianismo judío, para que pudiéramos pensar que, lejos de considerar cerrado el pasado, es posible recuperar la historia de los vencidos.
–El éxito del libro muy conocido de Yerushalmi está vinculado sobre todo con su título: Zachor (recuerda, no olvides). Aparece como una especie de amonestación a la memoria, el deber de memoria. Y, como decías, es también la época en que Benjamin aparece como referencia para pensar una articulación nueva entre historia y memoria. En este cambio de siglo, cuando el XX aparece como un siglo que se acabó y al mismo tiempo sigue tan presente en la memoria de los individuos y de las sociedades, separar historia y memoria se hace problemático, artificial. Por décadas el Holocausto apareció como una dimensión marginal de la historia de la Segunda Guerra Mundial. Y pasó tiempo para que esa experiencia, ese acontecimiento, se grabe en la conciencia histórica europea. Y entonces esa focalización obsesiva sobre el Holocausto es también un intento de recuperar el retraso, una Europa que quiere expiar su pasado. La conciencia de ese pasado y la voluntad de expiarlo produce esa transformación del Holocausto en objeto de culto, con una memoria que toma rasgos de religión civil sacralizada, ritualizada con sus propios símbolos y liturgias.
–La afirmación del Holocausto como religión civil pone como figura central a las víctimas. Y esto permite hacer un paralelo con el caso argentino en los primeros años del restablecimiento de la democracia. Entonces se afirmó la llamada Teoría de los Dos Demonios, que sostenía que frente a los militares golpistas otro sector desarrollaba también la violencia y, aunque se señalaba que la criminalidad de los dictadores era mayor, ambas violencias eran condenadas y, frente a esa condena de los extremos, aparecía una sociedad inocente, sin ninguna culpa, que tampoco parecía haberse enterado o haber entendido demasiado lo ocurrido. Esto hizo que se estudiara poco el período anterior a la dictadura, que era lo que hubiera permitido explicar la irrupción militar y llevó a homenajear a las víctimas como tales, ignorando que la gran mayoría de ellas eran militantes de un proyecto que la dictadura había venido a enfrentar. Esto es muy parecido a lo que pasa en España, cuando Rodríguez Zapatero dice: “Me interesan las víctimas no importa de qué sector sean”, como si hubiera sido lo mismo pelear por Franco que por la República. Pero esa explicación de la dictadura con la Teoría de los Dos Demonios resultó insuficiente frente a la demanda de una sociedad que quería justicia, la que se estaba negando a través de los indultos y las leyes de impunidad, y reclamaba una explicación más seria. Era necesario saber por qué había venido el golpe, qué habían tenido que ver otros sectores civiles, empresariales, eclesiásticos, incluso se interrogaba –y nos seguimos interrogando– también sobre el comportamiento político de los sectores que fueron víctimas de la represión. Me interesó mucho un trabajo tuyo sobre la dificultad que existe en Europa para asociar las víctimas y los luchadores, que es lo que se supone que fueron la mayoría de aquéllas. Creo que en esto hemos avanzado mucho en Argentina desde el 2003 con las políticas de Memoria, Verdad y Justicia. El fin de la impunidad significó también un avance en el conocimiento y la comprensión de la historia reciente.
–Yo no tengo mucha familiaridad con esos debates argentinos alrededor de la Teoría de los Dos Demonios, pero siempre me pareció una especie de transferencia, en el contexto argentino, de la teoría del totalitarismo que identifica comunismo y fascismo como dos caras de la misma moneda. La violencia del estalinismo y la violencia del nazismo son cualitativamente distintas, reunirlas en una misma categoría me parece desde un punto de vista historiográfico muy discutible. Pero en el caso de la Argentina, aun más, porque la teoría de los dos demonios establece una identidad entre la violencia de las organizaciones que practicaban la lucha armada y la violencia del terrorismo de Estado, dos fenómenos cuya unión en una categoría me parece epistemológicamente absurda. No soy un apologista de la lucha armada o un nostálgico, pero hay que historizar, comprender un contexto argentino y latinoamericano. Organizaciones políticas que trabajaban en una revolución popular, para movilizar la sociedad. El terror del Estado tenía una amplitud y un objetivo totalmente diferentes: aterrorizar a la sociedad para establecer un régimen autoritario y una dictadura. Entonces es una teoría que me parece que oculta más que esclarece el pasado. La violencia del Estado en el caso de la dictadura argentina quería disciplinar a la sociedad en su conjunto, imponer un régimen autoritario, pero golpeaba prioritariamente a luchadores. Recordarlos exclusivamente como víctimas de un régimen que aplastaba los derechos humanos me parece una operación cuestionable. Un niño que murió en una cámara de gas es una víctima y no se puede definir de ninguna otra manera, pero no es el caso de un militante de una organización judía de izquierda que participó en la insurrección del gueto de Varsovia. Recordarlos exclusivamente como víctimas constituye una pobre interpretación del pasado, reducido a una confrontación entre los verdugos y las víctimas, y éstas no siempre son pasivas, pueden ser sujetos políticos. Se dibuja otra tipología más compleja introduciendo la categoría de los vencidos: perseguidos por lo que hacían y no solamente por lo que eran. La memoria del Holocausto se impuso como una memoria que ignora los diferentes sujetos de la historia y habría que reintroducirlos. Mi impresión es que en la Argentina se hace un trabajo muy interesante de historización de la década de los ’60 y ’70, de superación de la etapa de la mera o exclusiva conmemoración, hay una necesidad ético-política de una piedad para los muertos, pero se va más allá. Hay una necesidad de comprender lo ocurrido. Me parece que en la Argentina se hace ese trabajo mucho más que en Europa con respecto al Holocausto, a la Segunda Guerra Mundial, a la resistencia.
–Sí, en el caso argentino, la Teoría de los Dos Demonios y la figura de la víctima sin más connotaciones históricas ni políticas empieza a perder vigencia a mediados de los años ’90. En ese momento surgen estudios y, también obras de teatro, ficciones, películas que empiezan a problematizar la memoria de la dictadura y de las luchas populares anteriores y algunos trabajos muestran que el objetivo de la dictadura no era solamente enfrentar a la guerrilla sino desarrollar lo que podríamos llamar un proyecto de reestructuración regresiva y disciplinamiento de la sociedad. Aparecen trabajos de investigación periodística pero después también de los historiadores sobre el período de los años ’70 y la dictadura y ahí nos introducimos en la discusión acerca de la relación entre historia y memoria y se plantea la pregunta acerca de si es posible hacer historia reciente. Y en el caso argentino era historia muy reciente. La obra de Pierre Nora, muy influyente entonces, planteaba una separación muy drástica entre historia y memoria: sólo se podría hacer historia de un objeto que ya se ve como absolutamente distante, congelado. Y en la Argentina estaba absolutamente presente y caliente. Sin embargo se empezó a hacer historia sobre ese periodo y los historiadores que empezaron a trabajar sobre los años ’70 tuvieron que imponerse una tarea de reflexión crítica muy fuerte en torno de un material que era, fundamentalmente, testimonial. Y también algunos plantearon que el testimonio era subjetivo, que el testimonio no podía servir como base para el trabajo de la historia, lo cual hubiera sido muy complicado en la Argentina, porque dado que la dictadura había ocultado las constancias de archivos –en la mayoría de los casos, hasta el día de hoy, no se han podido recuperar– la materia prima con la que se trabajaba, el insumo, eran los testimonios.
–En el caso de América latina, en la época más reciente, el estudio de las décadas de los ’70 y los ’80 estableció una reflexión nueva y muy fructífera sobre la relación de historia y memoria, problematizando esa dicotomía. Los investigadores empezaron a advertir que para comprender esa violencia había que utilizar a los testigos como fuentes. Raúl Hilberg, gran historiador del Holocausto, tomó la decisión de ignorar los testigos, trabajando exclusivamente archivos. Hizo un trabajo extraordinario, pero al mismo tiempo muy frío: reconstruye el Holocausto en su anatomía, en sus estructuras, pero no como proceso en el cual los protagonistas tienen su voz, su subjetividad, una manera de actuar de reaccionar, de participar. Y para hacer eso hay que introducir la memoria. E introducir la memoria no es fácil porque el testigo habla como representante de las víctimas que no tienen voz para hablar. Entonces hay como una sacralización del testigo, y entonces es difícil discutir esa versión. Pero un investigador tiene que trabajar sobre los testimonios como fuentes. Y debe verificarlas, contextualizarlas, porque tienen contradicciones: las fuentes y la memoria oral son, por su propia naturaleza, subjetivas. Como dice Primo Levy, el testigo percibe una parte muy pequeña de un proceso mucho más amplio. Pero al mismo tiempo creo que es imposible trabajar sobre esos acontecimientos sin tomar en cuenta los testigos.
–Quizás, Enzo, sería importante para contextualizar lo que venimos charlando recordar algunos aspectos de tu formación y tus primeras inquietudes. Empezaste trabajando sobre los marxistas y la cuestión judía y los dos temas resultan hoy importantes para discutir: cómo se ve la doctrina de Marx después de la llamada crisis del marxismo y la relación intelectual muy fecunda y muy particular que has establecido con el pensamiento judío de Europa central. Autores como Walter Benjamin, Adorno, Hannah Arendt, con quienes hay un diálogo importante en tus trabajos. Fuiste conocido en la Argentina por un reportaje que te hizo la revista Políticas de la Memoria, en 2005, donde afirmabas que después de lo ocurrido sólo puede pensarse en un marxismo melancólico y utópico. Esto da cuenta de que ha habido una derrota y que hay muchas cosas que cuestionar y repensar. Y por otro lado, en el descubrimiento de Benjamin en la Argentina tus libros han sido una ayuda significativa. Tu rescate del pensamiento judeoalemán no excluye una visión crítica de estos autores. Estoy pensando en Hannah Arendt, de quien destacás aportes importantes y, al mismo tiempo, criticás también su concepción sobre el totalitarismo.
–Marxismo melancólico es una definición que tomo prestada de un amigo que falleció hace poco tiempo, Daniel Bensaid. Esa definición es muy benjaminiana porque hay en la obra de Benjamin una reflexión sobre la melancolía que es también una postura epistemológica. Es la toma de conciencia del fracaso de las revoluciones. En Europa, Asia y Latinoamérica hubo revoluciones con sus particularidades políticas y culturales, estrategias muy diferentes, pero todas tenían una filosofía de la historia como presupuesto. Una visión de la historia como marcha hacia la emancipación de la humanidad en su conjunto. Una visión teleológica, la historia con su orientación, su dirección. Y también había un modelo de revolución, un paradigma militar, la revolución es el pueblo que toma las armas para luchar y liberarse. Y esa visión global de las revoluciones y ese modelo también fracasaron. Y entonces pensar un cambio, una trasformación del mundo es una necesidad. Pensar la posibilidad de una nueva utopía de cambio requiere un balance crítico de las experiencias revolucionarias del siglo XX. Ese balance se carga de una melancolía muy grande, es la memoria de los vencidos, de esos combates tan grandes, tan generosos, que movilizaron millones de seres humanos. Y hay que tratar de que esa melancolía por la derrota no se transforme en una contemplación pasiva de las catástrofes del pasado. Hay que mantener una perspectiva de transformación, de innovación, de invención, de imaginación utópica. Una tradición de pensamiento crítico, marginal al siglo XX, ahora toma una importancia muy grande. La Escuela de Frankfurt participa de esa aventura del marxismo en el siglo XX, pero en una perspectiva marginal, herética, dialéctica, que no acepta esa visión teleológica de la historia. Benjamin tiene una sensibilidad muy grande con respecto a los vencidos de la historia, mucho más preocupado por guardar las memorias de los vencidos que por celebrar los éxitos de los vencedores.
–La concepción hoy dominante sobre el Holocausto no ofrece explicaciones históricas muy claras de cómo pudo producirse. Esas explicaciones seguramente deben buscarse en las crisis del Viejo Mundo pero también en los ejercicios de poder y de violencia que las naciones europeas hicieron en sus colonias. Los campos de extermino aparecen antes en el mundo colonial que en Europa. Es interesante que hayas integrado el colonialismo entre los antecedentes de la violencia nazi. Algo que no ha sido común entre los pensadores europeos.
–Latinoamérica puede jugar un papel de transmisión muy importante, porque creo que el peso de la derrota es mucho más fuerte en Europa que aquí. En ningún lado se resiste al neoliberalismo como en América latina. Hay que reconocer el fin del eurocentrismo, Europa hace mucho comprendió que no es más el centro del mundo y, desde un punto de vista geopolítico y económico, la provincialización de Europa ocurrió hace décadas. Pero todavía siguió pensándose culturalmente, intelectualmente, como el centro del mundo. En cuanto a la inteligencia judía de Europa central, fue una cuña del pensamiento crítico, de vanguardia, porque esa inteligencia estaba profundamente integrada en las sociedades, en las culturas europeas y al mismo tiempo tenía una posición marginal, por causa del antisemitismo, de la estigmatización. El encuentro entre los judíos y el marxismo se hizo en ese contexto. Después de la Segunda Guerra Mundial, el antisemitismo declinó y ésa es una muy buena cosa. Europa se liberó de ese demonio que la había impregnado por siglos. Pero la inteligencia judía, todavía poderosa, no es más empujada hacia la revolución, la crítica, el anticonformismo. El siglo que fue en su primera mitad de Trotsky, la figura simbólica de la revolución, se vuelve en la segunda mitad el siglo de Kissinger, el estratega de la contrarrevolución. Existe, por supuesto, una tradición de pensamiento crítico judío, en la Argentina, es una tradición que se perpetúa, a pesar de que las condiciones históricas que la generaron no existen más.
–Enzo, estamos en el Centro Cultural de la Memoria, y aquí se hacen trabajos de reflexión, de investigación, de estudio, pero también abordajes creativos, artísticos, literarios, en relación con los temas de la memoria, del horror. Y esto, necesariamente, nos ubica en un gran debate que se dio en Europa. Esta idea del Holocausto como algo inefable, de lo que no se puede o no se debe hablar, que no se puede representar, que no justifica o legitima abordajes artísticos, o literarios. Y que entonces tampoco se puede explicar. Aquí en la Argentina también hubo algunas resistencia a la idea de que se podía hacer por ejemplo ficciones sobre la dictadura y también se discutió en torno de la creación de nuestro Centro Cultural. De alguna manera, estas discusiones son tributarias de la discusión europea que llegó a afirmaciones tremendas, como aquella frase de Adorno “no se puede hacer poesía después de Auschwitz” –que él mismo relativizó después– o la de Claude Lanzmann, que hace una película monumental sobre la Shoá y después dice que no hay nada que explicar, no hay ningún para qué que tenga sentido plantearse. Esta es una discusión que no está del todo agotada en la medida en que subsiste esta idea del Holocausto como fenómeno único que no podría compararse, y si no puede comparase no se puede estudiar, no se puede pensar.
–Esos son planteamientos que yo critico porque me parece una forma de oscurantismo. Y desde un punto de vista pedagógico son aberraciones, ¿cómo explicar a los niños que hay que recordar un acontecimiento que no se puede explicar? El Holocausto como acontecimiento impensable, irrepresentable, inexplicable, normativamente incomprensible. Curiosamente, muy pocos acontecimientos han sido objeto de tantas representaciones de todo tipo, literario, fotográfico, cinematográfico, plástico. Hay también que contextualizar el aforismo de Adorno, lo que quería decir no era que no se puede escribir una poesía después de Auschwitz, sino que no se puede más escribir poemas como se hacía antes. El Holocausto marca un corte en la cultura. Y la cultura no puede seguir, no puede producir obras de arte sin expresar esa herida que el Holocausto produjo en el cuerpo, en este caso de Europa. La mirada de Adorno era más universal, el Holocausto como metáfora de las violencias del siglo en su conjunto.
–Un episodio por grave o importante que fuera y por tremenda que haya sido su influencia en la historia y la cultura universal, como es el caso del Holocausto, no puede dejar de ser comparable con otros.
–La memoria del Holocausto no puede simplemente ser el paradigma con respecto al cual las otras memorias de violencias o de traumas puedan definirse. Hay que dialogar con otras experiencias que pueden tener el mismo papel en otros contextos. Ese discurso sobre el carácter irrepresentable coexiste hoy con la apropiación del Holocausto por Hollywood, es una paradoja. Entonces hay que salir de ese discurso, que es estéril. Para comprender el Holocausto hay que compararlo y abandonar una visión teológica, religiosa, de la memoria. Por supuesto es necesario comparar las violencias del nazismo y del stalinismo. Esas violencias no se pueden explicar separadas una de otra, pero al mismo tiempo las diferencias son muy grandes, desde las ideologías que las inspiran, las víctimas y los enemigos que eligen, las estructuras, los sistemas de poder. La comparación para ser fructífera tiene que destacar las afinidades y las diferencias. Y la categoría del totalitarismo aplasta todas las diferencias. Por supuesto se puede comparar la violencia de la dictadura militar en Argentina con la violencia del nazismo, y eso explicaría también las diferencias profundas que existen entre esos dos tipo de violencias.

El capitalismo como religión. (Walter Benjamin)


Hay que ver en el capitalismo una religión, es decir, el capitalismo sirve esencialmente a la satisfacción de las mismas preocupaciones, suplicios e inquietudes a las que daban respuesta antiguamente las llamadas religiones. Probar esta estructura religiosa del capitalismo, es decir, probar que no es sólo una formación condicionada por la religión como lo piensa Weber, sino un fenómeno esencialmente religioso, nos conduciría hoy al extravío de una polémica universal exagerada. No podemos estrechar la red en la cual nos sostenemos; sin embargo, este punto será apreciado posteriormente.
No obstante, podemos desde ahora reconocer en el tiempo presente tres rasgos de esta estructura religiosa del capitalismo.  En primer lugar, el capitalismo es una religión puramente cultual, quizás la más extrema que jamás haya existido. En él, todo tiene significación inmediata respecto del culto, no conoce ninguna dogmática específica, ninguna teología. El utilitarismo gana bajo este punto de vista toda su coloración religiosa.  El segundo rasgo del capitalismo está estrechamente ligado a esta concreción del culto: la duración permanente del culto. El capitalismo es la celebración de un culto sans rêve et sans merci.1 No existe en él ningún “día ordinario”, ningún día que no sea día de fiesta en el terrible sentido del despliegue de la pompa sacra, de la tensión extrema del adorador.  En tercer lugar, este culto es culpabilizante. El capitalismo es probablemente el primer caso de un culto que no es expiatorio sino culpabilizante. En esto, este sistema religioso se precipita en un movimiento colosal. Una conciencia monstruosamente culpable que no sabe expiarse se apodera del culto no para expiar en él esta culpa sino para hacerla universal, para hacerla entrar por la fuerza en la conciencia y, finalmente y sobre todo, para implicar a Dios en esta culpabilidad a fin de que él mismo tenga, finalmente, interés en la expiación. Esta última no hay que esperarla en el culto mismo, ni en la reforma de esta religión -ya que seria preciso que esta reforma pueda apoyarse sobre un elemento certero de esta religión-, ni en su rechazo.  En la esencia misma de este movimiento religioso que es el capitalismo yace la perseverancia  hasta el final, hasta la completa culpabilización final de Dios, hasta un estado del mundo afectado por un desesperanza que todavía se espera.  Lo que el capitalismo tiene de históricamente inaudito es que la religión no es ya la reforma del ser sino su destrucción.  Habría que esperar la salvación de la desesperanza que se extiende al estado religioso del mundo.  La trascendencia divina se ha derrumbado.  Pero Dios no ha muerto; está incorporado en el destino del hombre.  La transición del planeta hombre, siguiendo su orbita absolutamente solitaria en la casa de la desesperación, es el ethos que determina Nietzsche.  Este hombre es el superhombre, el primero  que comienza a cumplir, reconociéndola, la religión capitalista.  Su cuarto rasgo es que su Dios debe permanecer oculto;  sólo en el cenit de su culpabilización puede ser apelado. El culto se celebra ante una divinidad inmadura; toda representación, todo pensamiento consagrado a ella lesiona el secreto de su madurez.
La teoría freudiana pertenece también a la dominación sacerdotal de este culto; está pensada de forma completamente capitalista.  Según una analogía muy profunda que está aún por aclarar, lo reprimido, la representación culpable, es el capital que produce los intereses del infierno del inconsciente.
El tipo del pensamiento religioso capitalista se encuentra extraordinariamente expresado en la filosofía de Nietzsche.  La idea del superhombre desplaza el “salto” apocalíptico, no sobre la conversión, la expiación, la purificación y la contrición, sino sobre una intensificación [Steigerung] aparentemente continua, pero en el último momento, a saltos, intermitente, discontinua.  Por esto, la intensificación y el desarrollo, en el sentido de non facit saltum,2 son inconciliables.  El superhombre es el hombre histórico que ha llegado sin conversión, que ha crecido atravesando el cielo.  Nietzsche prejuzgó esta explosión del cielo provocada por el acrecentamiento de lo humano que es y permanece (incluso para Nietzsche) culpabilidad.  Y de forma semejante en Marx, el capitalismo inconverso devendrá socialismo por el interés simple y el interés compuesto que son función de la culpa/deuda [Schuld] (ver la ambigüedad demoníaca de este concepto).
El capitalismo es una religión puramente cultual, sin dogma.
El capitalismo se desarrolló en Occidente como un parásito en el cristianismo –como debe mostrarse no sólo respecto del calvinismo sino también de otras corrientes ortodoxas del cristianismo– de tal manera que, al final, la historia del cristianismo es esencialmente la historia de su parásito, el capitalismo.
Comparación entre las imágenes de los santos de diferentes religiones y los billetes de banco de diferentes Estados.  El espíritu que habla en la ornamentación de los billetes.
Capitalismo y derecho. Carácter pagano del derecho  Sorel Refléxions sur la violence, p. 262.3
Vencer el capitalismo a través del mercado móvil  Unger Politik und Metaphysik, p. 44.4
Fuchs, Struktur der kapitalistischen Gesellschaft o titulo vecino.5
Max Weber, Ges. Aufsätze zur Religionssoziologie, 2 Bd. 1919/20.6
Ernst Troeltsch, Die Soziallehren der chr. Kirchen und Gruppen (Ges. W. I 1912).7
Ver sobre todo la bibliografía de Schönberg, II.
Landauer, Aufruf  zum Sozialismus, p. 144.
Las preocupaciones: una enfermedad del espíritu propia de la época capitalista. Sin salida espiritual (no material) en la pobreza, monacato de la vagancia y la mendicidad.  Un estado de sin salida semejante es culpabilizante. Las “preocupaciones” son el índice de esta conciencia culpable de la sin salida. Las “preocupaciones” nacen por el miedo de que no haya salida, no material e individual, sino comunitaria.
El cristianismo en la época de la reforma no favoreció la llegada del capitalismo: se transformó en capitalismo.
Habría que investigar metódicamente los lazos que desde siempre el dinero ha establecido con el mito a lo largo de la historia hasta que haya extraído para sí del cristianismo suficientes elementos míticos para establecer su propio mito.
El precio de la sangre /Thesaurus de las buenas obras / El salario que se le debe al sacerdote / Pluto como dios de la riqueza.
Adam Müller, Reden über die Beredsamkeit 1816 p. 56 ss.8
Relación entre el dogma de la naturaleza resolutoria del saber, propiedad para nosotros que lo hace a la vez redentor y  verdugo, y el capitalismo: el balance como saber redentor y liquidador.
Se reconoce fácilmente una religión en el capitalismo si se recuerda que el paganismo originario concebía, en principio, la religión no como un interés “superior”, “moral”, sino como el interés más inmediatamente práctico; en otras palabras, el paganismo no tenía mas conciencia que el capitalismo de su naturaleza “ideal”, “trascendente”, y la comunidad pagana consideraba a los miembros irreligiosos o heterodoxos como incapaces9, exactamente como la burguesía de hoy considera a sus miembros improductivos.
 
NOTAS
 
1  N. del T. En francés en el texto original.
2 Cf. Leibniz, Nouveaux Essais sur l’entendement humain, Die philosophischen Schriften von G. W. Leibniz, Georg Olms Verlag, 1978, Bd. V, S. 49.
3 Cf. Georges Sorel, Réflexions sur la violence, éd. Michel Prat, Paris, Le Seuil, 1990, p. 262.
4 Cf. Erich Unger, Politik und Metaphysik (Die Theorie. Versuche zur philosophischer Politik), Berlin, 1921.
5 Cf. Bruno Archibald Fuchs, Der Geist der bürgerlich-kapitalistische Gesellschaft.  Eine Untersuchung über seine Grundlage und Voraussetzungen, Berlin/München, 1914.
6  Cf. Max Weber, Gesammelte Aufsätze zur Religionssoziologie, 2 Bde., Tübingen, 1920.
7 Cf. Ernst Troeltsch, Die Soziallehren der christlichen Kirchen und Gruppen, Gesammelte Schriften, Bd. I, Tübingen, 1911.
8 Cf. Adam Müller, Zwölf Reden über die Beredsamkeit und deren Verfall in Deutschland, gehalten zu Wien im Frühlinge 1812, Leipzig, 1816.
9 N. del T. Quizás sea preciso leer en el texto original alemán untüchtig (incapaz) en lugar de untrüglich (infalible) tal como lo han realizado los editores Tiedemann y Schweppenhäuser.  En ninguna de las notas referidas a las paginas 100-103 (Anmerkungen zu Seite 100-103) del volumen 6 de los Gesammelte Schriften de Benjamin se encuentran alusiones a esta dificultad de lectura.  Sin embargo, resulta más apropiado, de acuerdo con el contexto, considerar la lectura de untüchtig como la más pertinente en este caso.

 

Giorgio Agamben: «En Europa asistimos a un vaciamiento de la democracia» (La Nación 22/03/13)


El encuentro tuvo lugar una tarde de invierno soleado, en Roma. Dos días antes, Giorgio Agamben había dejado Venecia, donde vive habitualmente, para ir a Nápoles, donde sería homenajeado con un prestigioso premio a su carrera. Al regresar del sur, recibió a adncultura en su casa romana, situada en el antiguo Trastévere, frente al Jardín Botánico, uno de los lugares más sugestivos y exclusivos de la ciudad. Sorprende, al entrar, el contraste entre la magnificencia aristocrática del barrio, lejos del tumulto turístico, y la sobriedad de la decoración. Unos austeros sillones cubiertos por telas coloreadas y una mesa de madera, signada por el tiempo y por el uso cotidiano, se rinden frente al indiscutible triunfo de las bibliotecas que cubren todas las paredes. Apoyadas sobre los volúmenes, se alternan fotografías de filósofos y poetas. Mientras conversábamos, penetraban por las ventanas los últimos rayos del sol de Roma. En ningún momento Agamben encendió las luces, concentrado como estaba en sus palabras. Hacia el final, el ocaso ocre de la ciudad invadía la casa. En esa íntima penumbra, en que los lomos de los libros iban perdiendo toda reverberación, destellaban la inteligencia penetrante de su mirada y la armoniosa melodía de su voz. El coloquio se desarrolló en un clima de cortesía precisa, una suerte de gentileza antigua realmente inolvidable.

En los últimos años, Agamben ha elaborado una vasta obra, Homo sacer, que comprende cuatro partes, divididas a su vez en diversos volúmenes, en los que el filósofo italiano analiza la relación entre el hombre y el derecho en la modernidad (ver recuadro). En la Argentina, Adriana Hidalgo publicó recientemente un nuevo volumen de esa obra (Opus Dei) y durante este año saldrán Altísima pobreza (en julio) y Categorías italianas (en diciembre).

-En las primeras páginas de Altísima pobreza, usted anuncia la próxima conclusión de esa gran estructura que es Homo sacer.
La basílica San Francesco, en Asís. El pensador italiano sostiene que la orden franciscana propone un modelo de pobreza que implica un regreso a la naturaleza previa a la caída. Foto: Jean Daniel Hemis / Corbis
-En realidad, me gustaría anunciar a los lectores argentinos algo que saben muy pocos: en estos días estoy terminando la última parte de Homo sacer. Es una cuestión de semanas. El volumen se llamará El uso de los cuerpos. Acabo de decir que estoy «terminando». Naturalmente es impreciso decir que uno pueda «terminar» un libro o una obra de estas proporciones. Ninguna obra poética o de pensamiento se termina. En un cierto sentido se diría que uno la abandona. Alberto Giacometti afirmaba: «Yo nunca termino mis obras, las abandono». También Cézanne lo decía. Encuentro que esta afirmación es muy justa, porque no sabría muy bien qué significa sostener que un libro de esta entidad está terminado.

-¿Y en qué sentido Homo sacer llega a su fin?

-En general muchos esperan una parte construens, porque afirman que todo lo que he escrito hasta ahora sería una parte destruens, es decir, una arqueología crítica del pasado. Yo, por mi parte, creo que no es posible distinguir una parte destructiva de una parte constructiva, porque ambas coinciden perfectamente. Por otro lado, la parte construens consiste en el hecho de que aparecen cada vez menos las cosas criticadas, que se transforman en cosas naturalizadas, absorbidas por el conjunto. En estos días pensaba acerca de qué significa el fin de una obra. Tengo la impresión de que incluso en la literatura existe una escasa reflexión sobre el final. Habría que preguntarse por qué, en cierto momento, un autor decide poner fin a una obra. Muchas veces intervienen factores puramente contingentes. De cualquier manera, es un momento curioso de la creación. En el derecho romano, el auctor -de donde proviene la palabra actual autor- era el tutor que convalidaba un acto de una persona inválida o menor de edad. Como si el autor fuera quien convalida una obra inacabada y que, en el momento en que ese autor le pone fin, se vuelve autónoma. Es decir, mientras no está terminada una obra, es menor de edad. Terminada, ya es mayor y es abandonada.

-¿La última parte, entonces, ya no se apoya en la investigación arqueológica?

-Exactamente. Es una reflexión final acerca de una serie de conceptos con los que se cierra Homo sacer: uso, forma de vida, «inoperosidad», exigencia, moda, conceptos que ya estaban presentes en el conjunto, pero que aparecen analizados en este volumen final.

-Justamente «uso» es uno de los conceptos en los que más se detiene Altísima pobreza, libro en el que usted analiza la curiosa relación entre derecho y creatura que se crea en el ámbito de los monasterios franciscanos [ver recuadro]. Es más, hacia el final del volumen hay una frase contundente: «La altísima pobreza, con su uso de las cosas, es la forma de vida que comienza cuando todas las formas de Occidente llegan a su consumación histórica». ¿Puede explicar esta conclusión?

-Por empezar, la última frase del libro se centra en el concepto de uso. Como se sabe, los franciscanos emprendieron su lucha contra el derecho de propiedad, haciendo uso de las cosas, no sólo sin ser propietarios, sino incluso sin ningún derecho de uso. Se trataba de reivindicar la posibilidad de una vida fuera del derecho. La modernidad ya no tiene siquiera una huella de este tipo de experiencias históricas. Estamos a tal punto condicionados por el derecho que nos hemos acostumbrado a formular nuestras reivindicaciones como reivindicaciones de derecho. Para entender esa frase, hay que tener en cuenta otra de Olivi, uno de los más grandes líderes del movimiento franciscano, que dijo que la última edad del mundo es aquélla en que la vida de Cristo cumple y resume en sí misma todas las formas de vida posibles. Se trata de una frase enigmática. Lo que a mí me fascina es que nosotros deberíamos pensar un concepto de forma de vida distinto de todos los conceptos de forma de vida que hemos pensado hasta ahora.

-Ése es casi el principio que da lugar a toda su obra, ¿no es cierto?

-Sí, desde ya, ahí está el sentido de toda mi obra: no se olvide de que Homo sacer parte de la idea de poner en discusión el concepto de vida y su relación con el derecho.

-De alguna manera, el «edificio» Homo sacer es deudor de la fuerza propulsora de las ideas de Foucault, que usted mismo complementa, continúa o modifica, creando un sistema conceptual propio. Dado que Homo sacer es ampliamente discutido en todo debate actual acerca de la biopolítica o de la filosofía política, ¿cómo imagina el futuro de su obra, su integración o continuación? ¿Qué conceptos necesitan de un debate ulterior?

-Como principio metodológico que ha signado mi modo de trabajar, siempre he pensado en una cosa que dice Feuerbach. Para él, el elemento genuinamente filosófico de cualquier obra -ya sea literaria, económica o religiosa- es su capacidad de ser continuada, su capacidad de desarrollo ulterior. Siempre trabajé así, buscando en los autores amados el punto que me parecía no dicho, no desarrollado y que, por lo tanto, contenía el germen de una continuación. A mí me gustaría que alguien continuara mi obra siguiendo mi mismo criterio, pero no soy yo el que puede señalar dónde.
Pier Paolo Pasolini, director de El evangelio según San Mateo (1964).
-En su libro acerca de las violencias del siglo XX, Enzo Traverso dedica un capítulo entero a la biopolítica, analiza los conceptos que van de los libros fundacionales de Foucault a Homo sacer. Traverso reconoce la originalidad de sus reflexiones en Lo que queda de Auschwitz, pero se lamenta de que la interpretación historiográfica no dialoga con la interpretación filosófica, a tal punto que la filosofía corre el riesgo de utilizar los conceptos de la biopolítica sin un verdadero anclaje histórico. ¿Qué piensa de esta objeción?

-Desde un punto de vista general, es justa la objeción de Traverso, pero en realidad, más que una escisión entre filosofía e historia, yo pensaría en cómo Foucault concibió sus investigaciones. Si bien se presentan como históricas, no son propiamente tales. Las concibió como arqueológicas. Lo mismo sucede con mi libro sobre Auschwitz. En la introducción he aclarado este punto y muchas veces no he sido comprendido. No tengo la intención de continuar o completar las investigaciones históricas, yo hago otra cosa. En Lo que queda de Auschwitz emprendí una investigación arqueológica, por la cual Auschwitz se transforma en un paradigma para comprender la modernidad. No pretendo haber enunciado verdades históricas sobre Auschwitz, sino haber analizado el campo de concentración como paradigma de la modernidad.

-A estas alturas, pensando en lo que usted escribió en Signatura rerum, se trata de comprender la relación entre la arqueología del saber, como la concibió Foucault, y la historia…

-Sí, creo que esta relación necesita de un debate, en el que participen los historiadores. Pero tengo la impresión de que son los historiadores quienes se sustraen al debate. Lo que distingue a ambas disciplinas es el método. La arqueología del saber consiste en la búsqueda de un arjé (un origen, un principio) y es una investigación histórica, porque la arqueología del saber, si es seria, se debe valer de los criterios de la filología histórica, del análisis de los documentos. Ahora bien, la diferencia estriba en que la arjé que se busca no es un origen metahistórico, es un hecho histórico. Pero no un evento histórico, sino lo que Foucault llama un «a priori histórico», es decir, aquel hecho histórico que posee la capacidad de condicionar y determinar el desarrollo y la inteligibilidad de una serie más vasta de fenómenos. Ahí está la diferencia. En el fondo, pienso que también los historiadores trabajan sobre esta idea, sólo que en la arqueología aparece explicitada. Un determinado hecho permite la inteligibilidad de una amplia red de hechos históricos. Los historiadores también lo hacen, sólo que ellos temen que ese elemento arqueológico sea un elemento extrahistórico. Para Foucault, en cambio, ese elemento es estrictamente histórico. Por ejemplo, el panóptico de Foucault es un hecho histórico que sirve para comprender una larga serie de hechos derivados o conexos.

-En todos sus trabajos es llamativo el hecho de que su propia investigación arqueológica sobre la contemporaneidad busque las raíces no tanto en el mundo antiguo, como hizo Foucault con la historia de la locura, o en los albores del pensamiento moderno, como en el pensamiento de la Antigüedad tardía o, a lo sumo, altomedieval, como en el caso de Opus Dei y Altísima pobreza. ¿No es éste un elemento original de su modo de proceder?
El escritor argentino Juan Rodolfo Wilcock, al que Agamben frecuentó.
-Yo siempre cito una imagen de Foucault: «Mis investigaciones del pasado son la sombra de mis interrogaciones sobre el presente». En mi caso, la sombra retrocede. Por ejemplo, en los últimos años trabajé mucho sobre la teología, acerca de la cual Foucault trabajó menos. Estoy convencido de que la modernidad no se puede comprender sin los conceptos teológicos. La secularización moderna del pensamiento ha removido la teología. Pero para mí la modernidad se inicia con el pensamiento de la Antigüedad tardía. Lo mismo vale para el Renacimiento: la cuna no está en la Antigüedad clásica sino en la Antigüedad tardía. Basta pensar en el neoplatonismo. No podemos entender nada acerca de la modernidad si no indagamos en los presupuestos teológicos que se hallan escondidos en ella. En El reino y la Gloria, la parte de Homo sacer que yo dediqué al estudio de la economía, este principio es clarísimo.

-En el prólogo a la primera edición de Categorías italianas, usted recuerda cómo de algunas conversaciones con Claudio Rugafiori e Italo Calvino nació la idea de crear una nueva revista, que en cada número analizase, entre otras cosas, una categoría fundacional de la cultura italiana. Estas categorías debían enunciarse a través de binomios: comedia/tragedia, derecho/creatura, biografía/fábula, a las que usted agrega, en última instancia, lengua viva/lengua muerta. ¿Puede decirnos algo más de cómo nació ese proyecto?

-Si no recuerdo mal, fue Italo el que por primera vez habló de «categorías». Las llamamos «italianas» porque nos proponíamos hacer una nueva lectura, análisis e interpretación de la cultura italiana. Hoy no usaría más la idea de «categoría», sino que, como le decía antes, usaría el término foucaultiano de a priori histórico. No lo quise corregir en las nuevas ediciones porque el término original refleja claramente la discusión con Italo y Claudio. Estas categorías serían los conceptos que están presentes en la historia de la cultura italiana, condicionándola y determinándola, y haciéndola a la vez inteligible. El primero que pensó en ejes binómicos fue Italo. Rugafiori, en cambio, propuso el binomio arquitectura/vaguedad. La cultura italiana ha tenido, efectivamente, una fuerte vocación por los elementos arquitectónicos, matemáticos, prospectivos, y a la vez, como usted sabe, en italiano clásico para decir bello se decía vago, que conserva la acepción de indeterminado, incierto, informe. Lamentablemente esta categoría no la desarrollé, porque debía ser la contribución de Claudio. El proyecto, de alguna manera, quedó incompleto. Por lo tanto, mi libro no es más que un itinerario por aquellos conceptos, que revelan una visión absolutamente personal de la cultura italiana.

-Categorías italianas se ocupa, en primer lugar, del sentido que a partir de Dante adquiere en Italia la palabra «comedia». Ahora bien, mientras la mayor parte de la crítica entendió la palabra «comedia» como una elección de género (en palabras pobres, una historia que empieza mal y termina bien) o como una marca estilística (la mezcla de lo alto, lo medio y lo bajo), usted propone una tercera interpretación y sostiene que la comedia es un recorrido que va de la culpa a la inocencia. En su libro, inocencia, sería la «justificación del culpable», como si en Dante existiera la voluntad de imponer hacia el final «la inocencia natural de la criatura». Eso, nada menos, sería lo primero que los italianos han dejado a la cultura occidental…

-Mire, tragedia y comedia no se refieren a los géneros literarios. Dante lee estas categorías, no sólo en sentido estilístico, sino también en sentido teológico. En la epístola a Cangrande della Scala, Dante dice «inicio triste, final feliz», pero sus palabras tienen un claro sentido teológico, porque se refieren a la caída y a la redención. Este hecho condiciona toda la cultura italiana, que tiene una inmensa vocación antitrágica. Toda la cultura italiana es antitrágica si se la compara con la cultura alemana o francesa. No sólo desde el punto de vista literario, sino incluso como modo de ver la historia. Los alemanes siempre miraron trágicamente su propia historia. Los italianos no.

-¿Pero no le parece que el famoso prólogo de Guicciardini a su Historia de Italia, escrita en pleno Renacimiento, contiene fuertes elementos trágicos?
Comedia y tragedia, extremos opuestos de la identidad italiana.
-Sí, claro, existen excepciones. No es una vocación monolítica. Pero mire que yo he analizado sobre todo la literatura, que permanece fiel a Dante. Hay que pensar en esa imagen bellísima de Dante en el Convivio, donde escribe «es mejor volar bajo como la golondrina, que como el azor dar altísimas vueltas sobre las cosas vilísimas». Esta vocación «cómica» de los italianos ha determinado, entre otras cosas, nuestra poesía del siglo XX. Para mí, ésta es una clave de lectura también en sentido negativo. ¿Cuál ha sido la mayor contribución de los italianos al teatro? La comedia del arte. Pero tampoco pierdo de vista el aspecto positivo. Yo pienso que lo cómico es más profundo que lo trágico. Cuando al final de El banquete, Platón hace salir a Sócrates rodeado por Agatón, poeta trágico, y por Aristófanes, poeta cómico, nos quiere decir que la filosofía está entre lo trágico y lo cómico. Sabemos, igualmente, que Platón nutría una cierta preferencia por lo cómico y tenía bajo la almohada una copia de los Mimos de Sofón. Nada menos que una pantomima.

-En su libro sorprende que la mayor parte de los autores analizados son poetas. A excepción de Elsa Morante, Carlo Emilio Gadda y Giorgio Manganelli, no hay menciones de otros narradores. ¿No le parece una operación selectiva excluyente?

-Aquí el canon y la visión personal convergen. Yo tengo una visión de la literatura italiana en la que prevalece el polo dantesco y, por lo tanto, profundamente antipetraquista. Y en lo moderno, a favor de la prosa de Leopardi y categóricamente antimanzoniana. Manganelli es para mí el mayor narrador italiano de la segunda mitad del siglo XX. Elsa Morante está presente también por razones íntimas. Ella, más que una amiga (yo tenía veintidós años cuando Juan Rodolfo Wilcock me la presentó), me inició no sólo en la literatura sino también en la vida.

-¿Y qué recuerda de Wilcock?

-Conocí a Wilcock en Roma en 1962 o 1963. Yo tenía veinte años y él era el primer escritor que conocía de cerca. El encuentro no fue fácil, porque Johnny -como lo llamaban los amigos- era el individuo más extravagante que conocí en mi vida. Te paralizaba tanto por su esnobismo como por sus silencios. Cuando lo conocí, estudiaba Wittgenstein (me contó que le había dado unas clases a Moravia) y se sentía a gusto con la literatura y con la filosofía. Su anticonformismo es significativo ya en el título de la revista que escribía casi solo: L’Intelligenza. Era un cuerpo ajeno al ambiente romano, pero conocía y frecuentaba a los escritores más importantes.

-Los dos participaron como actores en el El evangelio según San Mateo de Pasolini…

-Fue Elsa Morante quien me presentó a Pasolini. Cuando empezó la filmación del Evangelio, me pidió hacer el rol del apóstol Felipe. Wilcock hizo el rol de Caifás. Ninguno de los actores era profesional: la mitad eran intelectuales; la otra mitad, gente del pueblo romano o campesinos. Fue una experiencia curiosa, pero también irritante. Yo no toleraba las esperas y los tiempos muertos durante las tomas.
-Italia vive uno de sus períodos políticos y culturales más oscuros. ¿Qué análisis hace del presente italiano?

-El período oscuro no es exclusivo de Italia, es un problema europeo en general. Hay un texto de Walter Benjamin que se llama «El capitalismo como religión». Se trata de una definición extraordinaria. Porque no es religión tal como la concibió Max Weber, sino en sentido técnico. No es una religión basada en la culpa y la redención, los dos pilares del cristianismo, sino sólo sobre la culpa. No existe una racionalidad capitalista, que puede ser contrastada con los instrumentos del pensamiento. Cuando uno abría los diarios en Italia hasta poco tiempo atrás, leía que el entonces primer ministro Monti decía que hay que salvar el euro «a cualquier costo». Más allá de que «salvar» es un concepto religioso, ¿qué significa esa afirmación? ¿Que debemos morir por el euro? El capitalismo es una religión, y los bancos son sus templos, pero no metafóricamente, porque el dinero no es más un instrumento destinado a ciertos fines, sino un dios. La secularización de Occidente dio lugar paradójicamente a una religiosidad parasitaria. Yo he estudiado por años la cuestión de la secularización, que dio lugar a una nueva religión monstruosa, totalmente irracional. La única solución europea es salir de este templo bancario.

-¿Y su visión de América Latina? ¿Y de la Argentina en particular?

-Del todo positiva. Se respira un aire distinto. Cuando fui a Buenos Aires, me sorprendió que, a pesar de la catastrófica crisis económica de 2001, existía una sociedad en movimiento. En Europa, asistimos a un vaciamiento de la democracia que es sólo estadística y cálculo. En América Latina se vislumbra una alternativa a esta visión cansada del mundo.

Walter Benjamin – Madame Apiane, segundo patio a la izquierda


Quien interroga adivinas para conocer el futuro revela, sin saberlo, un conocimiento íntimo de lo venidero mil veces más preciso que todo cuanto pueda escuchar de boca de ellas. Lo guía más la inercia que la curiosidad, y nada se parece menos a la resignada torpeza con la que asiste a la revelación de su destino que la maniobra veloz y peligrosa con que el valiente afronta el futuro. Pues la presencia de ánimo es la quintaesencia de este futuro; captar exactamente lo que está sucediendo en el lapso de un segundo es más decisivo que conocer con antelación futuros remotísimos. Presagios, presentimientos y señales atraviesan día y noche nuestro organismo como series de ondas. Interpretarlas o utilizarlas, ésta es la cuestión. Ambas cosas son incompatibles. La cobardía y la pereza aconsejan lo primero, la lucidez y la libertad, lo segundo. Pues antes de que una profecía o advertencia semejante se convierta en algo mediatizable, palabra o imagen, ya se habrá extinguido lo mejor de su fuerza, esa fuerza con la que da de lleno en nuestro centro, obligándonos —apenas sabemos cómo— a actuar en función de ella. Si la desatendemos, entonces —y sólo entonces— se descifrará por sí misma. La leemos. Pero ya es demasiado tarde. De ahí que cuando un incendio estalla de improviso o de un cielo despejado llega la noticia de una muerte, surja, en el primer momento de terror mudo, un sentimiento de culpa unido al vago reproche: ¿Acaso no lo sabías ya, en el fondo? La última vez que hablaste del muerto, ¿no tenía ya su nombre una sonoridad distinta en tus labios? Ese ayer-noche cuyo lenguaje sólo ahora entiendes ¿no te hacía acaso señas desde las llamas? Y si se pierde un objeto al que querías ¿no había ya en torno a él —horas, días antes— un halo fatídico de burla o de tristeza? Como los rayos ultravioleta, el recuerdo muestra a cada cual, en el libro de la vida, una escritura que, invisible, iba ya glosando el texto a modo de profecía. Pero no se intercambian impunemente las intenciones ni se confía la vida aún no vivida a cartas, espíritus y estrellas que la disipan y malgastan en un instante para devolvérnosla profanada; no se le escamotea impunemente al cuerpo su poder para medirse con los hados en su propio terreno y salir victorioso. El instante equivale a las Horcas Caudinas bajo las cuales el destino se doblega ante él. Transformar la amenaza del futuro en un ahora pleno, este milagro telepático —el único deseable—, es obra de una presencia de ánimo corpórea. Los tiempos primitivos, en los que un comportamiento semejante formaba parte de la economía doméstica del hombre día a día, le ofrecían en el cuerpo desnudo el instrumento más fiable para la adivinación. La Antigüedad conocía aún la verdadera praxis, y es así como Escipión, al pisar suelo de Cartago, da un traspiés y exclama, abriendo desmesuradamente los brazos, la fórmula de la victoria: Temo te, terra africana! Lo que pudo haber sido signo funesto, imagen de la desgracia, él lo ata corporalmente al instante y se convierte a sí mismo en factótum de su cuerpo. Y es precisamente en esto donde las antiguas prácticas ascéticas del ayuno, la continencia y la vigilia han celebrado, desde siempre, sus mayores triunfos. El día yace cada mañana sobre nuestra cama como una camisa recién lavada; el tejido incomparablemente delicado, incomparablemente denso de un vaticinio limpio, nos sienta como de molde. La dicha de las próximas veinticuatro horas dependerá de que sepamos hacerlo nuestro al despertarnos.

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¿POR QUÉ CREE EN DIOS LA BURGUESÍA? (Paul Lafargue)


PAUL LAFARGUE
¿POR QUÉ CREE EN DIOS LA BURGUESÍA?
1904
El modo de producción de la vida
material domina el desenvolvimiento
social, intelectual y político.
KARL MARX
I
RELIGIOSIDAD DE LA BURGUESÍA E IRRELIGIOSIDAD DEL
PROLETARIADO
Bajo los auspicios de dos ilustres sabios, Berthelot y Haekel, el librepensamiento
burgués tuvo singular interés en levantar su tribuna en Roma, frente al Vaticano, para
lanzar su elocuencia oratoria contra el catolicismo, el cual, por medio de su clero
jerárquico y sus dogmas, pretendidamente inmutables, representa para él la religión.
¿Por qué hacen el proceso del catolicismo y creen los librepensadores estar exentos de
la creencia en Dios, base fundamental de las religiones, cualquiera que sea su nombre?
¿Suponen que la burguesía, la clase a la que pertenecen, puede prescindir del
cristianismo, del que es una manifestación evidente?
Aunque haya podido adaptarse a otras formas sociales, el cristianismo es, por
excelencia, la religión de las sociedades que descansan sobre las bases de la propiedad
individual y de la explotación del trabajo asalariado; por eso ha sido, es y será, dígase y
hágase cuanto se quiera, la religión de la burguesía. Después de más de diez siglos,
todos sus movimientos, realizados ya para organizarse, para emanciparse o para elevar
al poder a uno de los suyos, han ido acompañados de crisis religiosas, habiendo puesto
siempre los intereses materiales cuyo triunfo le importaba bajo la protección del
cristianismo, que declaraba querer reformar y conducir a la pura doctrina del divino
maestro.
Suponiendo que era posible descristianizar a Francia, los burgueses revolucionarios de
1789 persiguieron a los curas con gran saña. Los más lógicos, pensando que nada podría
conseguirse mientras subsistiese la creencia en Dios, abolieron a éste por decreto, como
si se tratase de un funcionario, y lo substituyeron por la diosa Razón. Pero apenas la
Revolución peligró, Robespierre restableció por decreto al Ser Supremo, pues el nombre
de Dios estaba todavía mal considerado, y algunos meses después los curas salían de sus
escondites y abrían de nuevo las iglesias, donde los fíeles se hacinaban, mientras
Bonaparte, para satisfacer a la plebe burguesa, firma el Concordato. Entonces nació un
cristianismo romántico, sentimental, pintoresco y macarrónico, acomodado por
Chateaubriand a los gustos de la burguesía triunfante.
Los hombres de valía del librepensamiento han afirmado y afirman aún, a pesar de la
evidencia, que la ciencia desembarazaría al cerebro humano de la idea de Dios,
haciéndole inútil para comprender la mecánica celeste. No obstante, los hombres de
ciencia, casi con pocas excepciones, viven bajo el encanto de esta creencia. Si en la
ciencia que constituye su especialidad un sabio no necesita a Dios para explicar los 7
fenómenos que estudia, no se aventura a declarar que es inútil para darse cuenta de
aquéllos que no entran en el cuadro de sus investigaciones, y todos los sabios reconocen
que Dios es más o menos necesario para el buen funcionamiento del engranaje social y
para la moralización de las masas populares (1). No solamente la idea de Dios no está
del todo desvanecida de la cabeza de los hombres de ciencia, sino que florece la más
grosera superstición, no ya entre la gente ignorante del campo, sino en las capitales de la
civilización y entre los burgueses instruidos, algunos de los cuales están en relación con
los espíritus, con objeto de tener noticias de ultratumba, mientras otros se arrodillan ante
San Antonio de Padua, pidiendo que les haga encontrar un objeto perdido, o que les
permita adivinar el número que va a salir premiado en la lotería, o salir bien de un
examen en la Universidad; eso cuando no consultan adivinos, sonámbulas, o echadores
de cartas para conocer el porvenir, interpretar los sueños, etc., etc. Los conocimientos
científicos que poseen, no les protegen, pues, contra la más ignorante credulidad.
Pero, mientras en todas las capas de la burguesía, el sentimiento religioso permanece
vivo y se manifiesta de mil maneras, una indiferencia religiosa no razonada, pero
inquebrantable, caracteriza al proletariado industrial.
Después de una vasta información realizada por el Ejército de Salvación sobre el
estado religioso de Londres, cuyos salutistas visitaron distrito por distrito, calle por calle
y a menudo casa por casa, su general, M. Booth, confirma que «la masa del pueblo no
profesa ninguna religión, ni siente el menor interés por las ceremonias del culto… La
gran fracción del pueblo que lleva el nombre de clase obrera, que se mueve entre la
pequeña burguesía y la clase de los miserables, permanece, en conjunto, fuera de la
acción de todas las sectas religiosas. Dicha clase ha llegado a considerar las iglesias
como simples sitios de reunión de los ricos y de los que están dispuestos a aceptar la
protección de los que disfrutan de una posición mejor que la suya. La generalidad de los
obreros de nuestra época piensan más en sus derechos y en las injusticias de que son
objeto, que en sus deberes, que no siempre cumplen. La humildad y la conciencia de
hallarse en estado de pecado no son quizá naturales en el obrero». Estas incontrastables
afirmaciones de la irreligión instintiva de los obreros de Londres, considerados
generalmente como muy religiosos, puede hacerlas el observador más superficial en las
ciudades industrializadas de Francia. Si en ellas se encuentran trabajadores que
aparentan tener sentimientos religiosos, o que realmente los tienen —éstos son raros—,
es que la religión se presenta a sus ojos bajo la forma de socorros caritativos; si otros
son fanáticos librepensadores, es que han debido sufrir la ingerencia del cura en sus
familias o en sus relaciones con el patrono.
La indiferencia en materia religiosa, el más grave síntoma de la irreligión, según
Lamennais, es innata en la clase obrera moderna. Si los movimientos políticos de la
burguesía han revestido una forma religiosa o antirreligiosa, no puede observarse en el
proletariado de la gran industria de Europa y de América ningún deseo de elaborar una
religión nueva para sustituir el cristianismo, ni el menor propósito de reformarlo. Las
organizaciones económicas y políticas de la clase obrera de los dos mundos se
desinteresan de toda discusión doctrinal sobre los dogmas religiosas y las ideas
espiritualistas, lo que no les impide hacer la guerra a los curas de todos los cultos,
porque son los servidores de la clase capitalista.
¿Cómo los burgueses, que reciben una educación científica más o menos extensa, son
aún prisioneros de las ideas religiosas, de las cuales se han emancipado los obreros que
carecen de aquélla? 8
II
ORÍGENES NATURALES DE LA IDEA DE DIOS EN EL SALVAJE
Perorar contra el catolicismo, como los librepensadores, o prescindir de Dios como los
positivistas, no quebranta la persistencia en la creencia en Dios, a pesar del progreso y
de la vulgarización de los conocimientos científicos y a pesar de las diatribas de
Voltaire y de las persecuciones de los revolucionarios.
Es cómodo perorar y prescindir, pero difícil explicar, pues para ello debe empezarse
por indagar cómo y porqué la creencia en Dios y las ideas espiritualistas han penetrado
en la cabeza humana, han echado en ella raíces y se han desarrollado. Y sólo puede
hallarse contestación adecuada a estas cuestiones, remontándose al estudio de la
metafísica de los salvajes, en los cuales imperan manifiestamente las ideas
espiritualistas que embarazan el cerebro de los civilizados.
La idea del alma y de su supervivencia es invención de los salvajes, los cuales se han
forjado un espíritu inmaterial e inmortal para explicarse los fenómenos del sueño. El
salvaje, que no duda de la realidad de sus sueños, supone que, si en sueños caza, se bate
o se venga, y al despertar se encuentra en el mismo sitio en que se acostó, es que otro él
mismo, o sea un doble individuo; según su propia expresión, impalpable, invisible y
ligero como el aire, ha abandonado su cuerpo dormido para ir a cazar o a batirse. Y
como se da el caso de ver en sueños a sus antecesores y a sus compañeros fallecidos,
deduce que ha sido visitado por sus espíritus, que sobreviven a la destrucción de sus
cadáveres.
El salvaje, «este niño del género humano», cómo le llama Vico, tiene, lo mismo que el
niño, nociones pueriles sobre la naturaleza; cree que puede mandar en los elementos
como en sus miembros, que le es posible, con palabras y prácticas mágicas, ordenar a la
lluvia que caiga, al viento que sople, etc. Si teme, por ejemplo, que la noche le
sorprenda en el camino, ata de determinada manera ciertas yerbas para detener el Sol,
como hizo el Josué de la Biblia con su ruego. Teniendo los espíritus de los muertos este
poder sobre los elementos en un grado mucho mayor que los vivos, los invoca para que
produzcan el fenómeno cuando tiene precisión de él. Poseyendo un valiente guerrero y
un hechicero hábil más acción sobre la naturaleza que los simples mortales, sus
espíritus, cuando están muertos deben, en consecuencia, tener sobre aquélla un poder
mucho mayor que el doble de la generalidad de los hombres. Por eso el salvaje los
escoge entre la multitud de espíritus para honrarles con ofrendas y sacrificios, y para
suplicarles que hagan llover cuando la sequía pone en peligro la cosecha, para pedirles
la victoria cuando entra en lucha, o para que le curen cuando está enfermo. Partiendo de
una explicación errónea del sueño, los hombres primitivos elaboraron los elementos que
más tarde habían de servir para creación de un Dios único, el cual no es, en definitiva,
más que un espíritu más poderoso que los otros.
La idea de Dios no es innata, ni una idea a priori, sino a posteriori, como lo son todas
las ideas, pues el hombre sólo puede pensar después de haberse puesto en contacto con
las ideas del mundo real, que explica como puede.
No es posible exponer en un trabajo de estas dimensiones, la manera lógicamente
deductiva según la cual la idea de Dios ha salido de la idea del alma, inventada por los
salvajes.
Grant Allen, recogiendo y resumiendo las observaciones y las investigaciones de los
exploradores, de los folkloristas y de los antropólogos, e interpretándolas y aclarándolas
mediante su crítica ingeniosa y fecunda, ha seguido en sus principales etapas el proceso
de formación de la idea de Dios en su notable obra Evolution de l’idée de Dieu.
Igualmente ha demostrado, mediante pruebas, que el cristianismo primitivo, con su 9
Hombre-Dios, muerto y resucitado, su Virgen-Madre, su Espíritu Santo, sus leyendas,
sus misterios, sus dogmas, su moral, sus milagros y sus ceremonias, no ha hecho más
que recoger y organizar en una religión ideas y mitos que circulaban desde siglos en el
mundo antiguo.
III
ORÍGENES ECONÓMICOS DE LA CREENCIA EN DIOS DE LA BURGUESÍA
Era de esperar que el extraordinario desenvolvimiento y vulgarización de los
conocimientos científicos y la demostración del encadenamiento necesario de los
fenómenos naturales habrían establecido la idea de que el universo, regido por una ley
precisa, estaba fuera del alcance de los caprichos de una voluntad humana o
sobrehumana y que, en consecuencia, Dios era inútil, puesto que quedaba despojado de
las múltiples funciones que la ignorancia del salvaje le había encargado de llenar. No
obstante, fuerza es reconocer que la creencia en un Dios que puede alterar el orden
preciso de las cosas subsiste aún entre los hombres de ciencia, contándose entre los
burgueses instruidos quienes le piden, como los salvajes, lluvias, victorias o la curación
de enfermedades.
Aunque los sabios hubiesen llegado a crear entre los burgueses la convicción de que
los fenómenos del mundo natural obedecen a la ley de precisión, de suerte que
determinados por los que les preceden, determinan los que les siguen, quedaría aún por
demostrar que los fenómenos del mundo social son también sometidos a la ley de
precisión. Pero los economistas, los filósofos, los moralistas, los historiadores, los
sociólogos y los políticos que estudian las sociedades humanas y que tienen hasta la
pretensión de dirigirlas, no han llegado ni podían llegar a imponer la convicción de que
los fenómenos sociales dependen de la ley de precisión, como los fenómenos naturales.
Porque no han podido establecer esta convicción, la creencia en Dios constituye una
necesidad para los cerebros burgueses, aun para los más cultivados,
El determinismo filosófico sólo reina en las ciencias naturales, porque la burguesía ha
permitido a sus sabios estudiar libremente el juego de las fuerzas de la naturaleza, que
tiene todo el interés en conocer, pues las utiliza para la producción de sus riquezas: pero
debido a la situación que ocupa en la sociedad, no podía conceder la misma libertad a
sus economistas, filósofos, moralistas, historiadores, sociólogos y políticos, por lo cual
éstos no han podido aplicar el determinismo filosófico a las ciencias del mundo social.
Por igual razón había impedido en otro tiempo la iglesia católica el libre estudio de la
naturaleza, y ha sido preciso destruir su dominación social para crear las ciencias
naturales,
El problema de la creencia en Dios de la burguesía sólo puede ser abordado teniendo
una exacta noción del papel que desempeña en la sociedad.
El papel social de la burguesía moderna no es el de producir las riquezas, sino el de
hacerlas producir por los trabajadores asalariados, de acapararlas y de distribuirlas entre
los miembros de su clase, después de haber entregado a sus productores manuales e
intelectuales lo precisamente indispensable para vivir y para reproducirse.
Las riquezas arrebatadas a los trabajadores constituyen el botín de la clase burguesa.
Los guerreros bárbaros, después del saqueo de una ciudad, ponían en común los
productos del pillaje, los dividían en partes tan iguales como era posible y los
distribuían por medio de suertes entre los que habían arriesgado su vida para
conquistarlos. 10
La organización de la sociedad permite a la burguesía apoderarse de las riquezas sin
que ninguno de sus miembros se vea obligado a arriesgar su vida: la toma de posesión
de este colosal botín, sin experimentar peligros, constituye uno de los más grandes
progresos de la civilización. Las riquezas arrebatadas a los productores no son divididas
en partes iguales, para ser distribuidas por medio de suertes, sino repartidas por medio
de alquileres, rentas, dividendos, intereses y beneficios industriales y comerciales
proporcionalmente al valor de la propiedad mueble o inmueble, o sea con arreglo a la
importancia del capital que cada burgués posee.
La posesión de una propiedad, de un capital, y no de cualidades físicas, intelectuales o
morales, es la condición sine qua non para recibir una parte en la distribución de las
riquezas: un muerto las posee, mientras que un vivo carece de ellas en tanto no tenga el
título que le acredite como poseedor. La distribución no se realiza entre hombres sino
entre propietarios. El hombre es un cero; sólo se tiene en cuenta la propiedad.
Ha querido asimilarse equivocadamente la lucha darwiniana qué sostienen los
anímales entre sí para procurarse los medios de subsistencia y de reproducción, con la
que se ha desencadenado entre los burgueses para el reparto de riquezas. Las cualidades
de fuerza, valor, agilidad, paciencia, ingenio, etc., que aseguran la victoria al animal,
son parte integrante de su organismo, mientras que la propiedad, que proporciona al
burgués una parte de las riquezas que no ha producido, no está incorporada al individuo.
Esta propiedad puede aumentar o disminuir y proporcionarle, por lo tanto, una parte
mayor o menor de riqueza, sin que tal aumento o disminución sean motivados por el
ejercicio de sus cualidades físicas o intelectuales. Todo lo más, podría decirse que la
bellaquería, la intriga y el chalaneo, en una palabra, que las cualidades mentales más
inferiores, permiten al burgués apoderarse de una parte mayor que aquella que le
autoriza a percibir su capital: en éste caso estafa a sus colegas burgueses. Si la lucha por
la vida puede ser, pues, en muchas circunstancias una causa de progreso para los
anímales, la lucha para las riquezas es una causa de degeneración para los burgueses.
La misión social de apoderarse de las riquezas producidas por los asalariados hace de
la burguesía una clase parásita: sus miembros no concurren a la creación de las riquezas,
a excepción de algunos, cuyo número disminuye incesantemente. Aun en estos casos, el
trabajo que proporcionan no corresponde a la parte de riqueza de que se benefician.
Si el cristianismo, después de haber sido en los primeros siglos la religión de las
multitudes mendicantes, que el Estado y los ricos mantenían mediante distribuciones
diarias de víveres, se ha convertido en la religión de la burguesía, la clase parásita por
excelencia, es que el parasitismo es la esencia del cristianismo. En el sermón de la
Montaña, Jesús ha expuesto magistralmente su carácter. Allí formuló el «Padrenuestro»,
la oración que cada fiel debe elevar a Dios para pedirle su «pan cotidiano», en vez de
demandar trabajo, y a fin de que ningún cristiano digno de este nombre sea tentado a
recurrir al esfuerzo para obtener las cosas necesarias para la vida, Jesús añade:
«Observad los pájaros del aire: no siembran ni recogen y no obstante el Padre celestial
les nutre… No os inquietéis, pues, y no preguntéis ¿qué comeremos mañana, qué
beberemos, de qué nos vestiremos?… Vuestro Padre celestial conoce todas vuestras
necesidades». El Padre celestial de la burguesía es la clase de los asalariados manuales e
intelectuales: ella es el Dios que satisface todos sus deseos.
Pero la burguesía no puede reconocer su carácter parásito, sin firmar al propio tiempo
su decreto de muerte. Por eso mientras da rienda suelta a sus hombres de ciencia para
que sin ser molestados por ningún dogma, ni detenidos por ninguna consideración se
dediquen al estudio más libre y más profundo posible de las fuerzas de la naturaleza,
que aplica a la producción de las riquezas, impide a sus economistas, filósofos,
moralistas, historiadores, sociólogos y políticos el estudio imparcial del problema social 11
y los condena a buscar razones que puedan servir de justificación a su fenomenal
fortuna (2). Preocupados los sabios por la única fuente de las remuneraciones recibidas
o a recibir, se han dedicado a investigar con gran empeño si por un afortunado azar las
riquezas sociales tendrían otro origen además del trabajo asalariado, y han descubierto
que el trabajo, la economía, el orden, la honradez, el saber, la inteligencia y muchas
otras virtudes de los burgueses industriales, comerciantes o propietarios de tierras,
banqueros, accionistas y rentistas concurrían a su producción de una manera tan eficaz
como el trabajo de los asalariados manuales e intelectuales, y que por ello tenían el
derecho a quedarse con la parte del león, no dejando a los otros más que la parte de la
bestia de carga.
El burgués les oye sonriendo, porque hacen su elogio, y luego repite estos imprudentes
asertos y los declara verdades eternas. Pero por muy pequeña que sea su inteligencia no
puede admitirlos en su fuero interno, pues sólo ha de mirar en torno suyo para darse
cuenta de que aquellos que trabajan durante toda su vida, si no poseen capital, son más
pobres que Job, y que los que no poseen más que el saber, la inteligencia, la economía y
la honradez, y que ejercen estas cualidades, deben limitar su ambición a la comida
diaria, raras veces a nada más, «Si los economistas, los filósofos y los políticos que
tienen mucho ingenio y conocen la literatura no han podido, a pesar de sus
concienzudas investigaciones, encontrar razones más adecuadas para explicar el origen
de las riquezas de la burguesía, es que hay una intriga es el asunto, es que hay causas
desconocidas cuyos misterios no pueden sondearse.» Un desconocimiento del orden
social se levanta ante el burgués.
Para tranquilidad de su orden social, el capitalista tiene interés en que los asalariados
crean que las riquezas son el fruto de sus innumerables virtudes; pero en realidad está
tan convencido de que constituyen una recompensa de sus cualidades, como de que las
trufas, que come tan vorazmente como el puerco, son setas cultivables. Una sola cosa le
importa: es poseer dichas riquezas, y lo que le inquieta es suponer que un día pueda
perderlas sin que la culpa sea suya. No puede evitarse esta desagradable perspectiva,
pues aun en el estrecho círculo de sus amistades ha visto a individuos perder sus
bienes, mientras otros que han vivido en la estrechez se vuelven ricos.
Las causas de estos reveses y de estas fortunas escapan a su inteligencia, lo mismo que
a la de aquellos que las han experimentado. En una palabra, observa un continuo cambio
de riquezas, que son para él del dominio de lo desconocido, viéndose inducido a atribuir
estos cambios de fortuna a la suerte, al azar (3).
No es posible esperar que el burgués llegue jamás a tener una noción positiva de la
distribución de las riquezas, porque a medida que la producción mecánica se
despersonaliza reviste la forma colectiva e impersonal de las sociedades por acciones,
cuyos títulos acaban por ser arrastrados al torbellino de la Bolsa. Allí pasan de mano en
mano, sin que vendedores ni compradores hayan visto la propiedad que representan si
sepan exactamente el lugar geográfico en que se halla situada. Allí son cambiados,
perdidos por unos y ganados por otros de manera tan parecida al juego, que las
operaciones de Bolsa llevan este nombre. Todo el desenvolvimiento económico
moderno tiende cada día más a transformar la sociedad capitalista en un vasto
establecimiento de juego, donde los burgueses ganan y pierden capitales por efecto de
acontecimientos que ignoran, que escapan a toda previsión y a todo cálculo, y que
parecen depender exclusivamente del azar. En la sociedad burguesa reina lo imprevisto,
lo mismo que en una casa de juego.
El juego, que en la Bolsa se manifiesta sin disfraces, ha sido siempre una de las
condiciones de vida del comercio y de la industria. Sus resortes son tan imprevistos y
tan numerosos, que a menudo fracasan las operaciones bien realizadas y mejor 12
concebidas, mientras resultan acertadas otras emprendidas a la ligera. Estos aciertos o
estos fracasos, debidos a causas inesperadas, generalmente desconocidas, parecen ser
obra exclusiva del azar y predisponen al burgués al juego de la Bolsa, el cual aviva y
fortifica esta disposición. El capitalista cuya fortuna está colocada en valores de Bolsa,
que ignora el porqué de las alteraciones de precios y dividendos, es un jugador
profesional. Y el jugador que sólo puede atribuir sus ganancias o sus pérdidas a la suerte
o a la fatalidad, es un individuo eminentemente supersticioso. Los habituales
concurrentes a las casas de juego emplean mágicos encantos para conjurar la suerte: uno
balbucea una oración a San Antonio de Padua o a cualquier Santo, otro sólo apunta
después de haber ganado determinado valor, otro conserva en la mano una pata de
conejo, etc.
El burgués vive en completo desconocimiento del orden social, como el salvaje
desconoce cuanto afecta al orden natural. Todos los actos de la vida civilizada, o casi
todos, tienden a desarrollar en el hombre el hábito supersticioso y místico propio del
jugador de profesión. El crédito, por ejemplo, sin el cual no es posible el comercio ni la
industria, es un acto de fe al azar, a lo desconocido que hace quien lo presta, pues no
tiene ninguna garantía positiva de que al vencimiento podrá cumplir sus compromisos,
por cuanto la solvencia depende de mil y un accidentes tan imprevistos como
desconocidos.
Otros fenómenos económicos diarios insinúan en el espíritu burgués la creencia en una
fuerza mística, sin base material, desprendida de toda sustancia. El billete de banco, por
no citar más que un ejemplo, incorpora una fuerza social que mantiene una relación tan
limitada con la materia, que prepara la inteligencia burguesa a aceptar la idea de una
fuerza que existiera independientemente de la materia. Ese miserable pedazo de papel,
que nadie se dignaría recoger sí careciera de su poder mágico, proporciona a quien lo
posee cuanto hay de más material y deseable en el mundo civilizado: pan, carnes, vino,
casas, tierras, caballos, mujeres, salud, consideración y honores, etcétera, etc.; los
placeres de los sentidos y las satisfacciones del espíritu; Dios no haría más. La vida
burguesa es un tejido de misticismo (4).
La crisis del comercio y de la industria representan ante el amedrentado burgués
enormes fuerzas, de irresistible poder, que siembran desastres tan espantosos como la
cólera del Dios cristiano. Cuando estas fuerzas se desencadenan en el mundo civilizado
arruinan a los burgueses por millares y destruyen los productos y los medios de
producción por valor de centenares de millones. Los economistas registran desde hace
un siglo su repetición periódica, sin poder emitir una hipótesis respecto a las causas que
originan estas catástrofes. La imposibilidad de descubrir estas causas en la tierra, ha
sugerido a algunos economistas ingleses la idea de buscarlas en el Sol, cuyas manchas,
dicen, destruyendo por medio de la sequía las cosechas de la India, disminuyen sus
medio de compra de las mercancías europeas y determinan las crisis. Estos sesudos
sabios nos trasladan científicamente a la astrología de la Edad Media, que subordinaba a
la conjunción de los astros los acontecimientos de las sociedades humanas y a la
creencia de los salvajes en la acción de las estrellas errantes, de los cometas y de los
eclipses de luna sobre sus destinos.
El mundo económico proporciona al burgués insondables misterios, que los
economistas se resignan a no profundizar. El capitalista, que gracias a sus sabios ha
llegado a dominar las fuerzas naturales, queda tan pasmado ante los incomprensibles
efectos de las fuerzas económicas, que las considera invencibles, como lo es Dios, y
deduce que lo más prudente es soportar con resignación las desgracias que producen y
aceptar con reconocimiento las ventajas que ocasionan. Como Job, dice: «El Eterno me 13
lo había dado, el Eterno me lo ha quitado, bendito sea el nombre del Eterno». Las
fuerzas económicas le parecen fantásticas, como seres benéficos y maléficos (5).
Los terribles enigmas de carácter social que envuelven al burgués y que sin saber la
causa atentan a su comercio, a su industria, a su fortuna, a su bienestar y a su vida, son
tan incomprensibles, para él, como lo eran para el salvaje los enigmas de carácter
natural que estremecían y exaltaban su exuberante imaginación. Los antropólogos
atribuyen la brujería, la creencia en el alma, en los espíritus y en Dios, del hombre
primitivo, a su desconocimiento del mundo natural. La misma explicación es aplicable
al hombre civilizado: sus ideas espiritualistas y su creencia en Dios deben ser atribuidas
a su ignorancia del mundo social. La constante incertidumbre de su prosperidad y las
ignoradas causas de su adversidad o de su fortuna predisponen a los burgueses a
admitir, lo mismo que el salvaje, la existencia de seres superiores que según sus
fantasías obran sobre los fenómenos sociales, para que sean favorables o desfavorables,
como lo dicen Teognis y los libros del Antiguo Testamento. Por eso con objeto de
tenerlos propicios se entrega a las prácticas de la más grosera superstición, comunica
con los espíritus del otro mundo, enciende velas a las santas imágenes y hace oración al
Dios trino de los cristianos o al Dios único de los filósofos.
Viviendo en plena naturaleza, el salvaje se halla impresionado en primer término por
los enigmas de orden natural que, por el contrario, afectan muy poco al burgués, el cual
sólo conoce una naturaleza decorativa, raquítica, familiar. Los numerosos servicios que
la ciencia le ha prestado, para enriquecerle, y los que todavía espera de ella han hecho
nacer en su espíritu una fe ciega en su poder, hasta el punto de no abrigar la menor duda
de que acabará por resolver un día los enigmas de la naturaleza y hasta por prolongar
indefinidamente su vida, según promete M. Metchnikov, el microbomaniaco. Pero no
ocurre lo mismo con los enigmas del mundo social, únicos que le preocupan, los cuales
considera incomprensibles. El desconocimiento de estos enigmas del orden social, y no
los del orden natural son los que insinúan en su cabeza, poco imaginativa, la idea de
Dios, que no ha tenido el trabajo de inventar, pues la ha encontrado a punto para
apropiársela. Los incomprensibles e insolubles problemas sociales hacen a Dios tan
necesario, que lo habrían inventado de no haber existido.
Preocupado el burgués por el desconcertante oscilar de las fortunas y de los fracasos y
por el incomprensible juego de las fuerzas económicas, se ve confundido, por
añadidura, por la brutal contradicción de su conducta y la de sus camaradas con las
nociones de justicia, de moral y de probidad propagadas entre el pueblo. Estas nociones
las repite sentenciosamente, pero guardase mucho de ajustar a ellas su acciones, aunque
pide a las personas que se hallan en contacto con él que las cumplan estrictamente. Por
ejemplo: sí el negociante entrega al cliente un género estropeado o falsificado, quiere
ser pagado, en cambio, en buena y legítima moneda; si el industrial estafa al obrero al
medir su obra, no por eso deja de exigirle que no pierda ni un minuto de la jornada para
la cual le ha contratado; si el burgués patriota —todos los burgueses son patriotas— se
apodera de la patria de un pueblo más débil, tiene por dogma comercial la integridad de
su patria, que según expresión de Cecil Rodes, es una razón social. La justicia, la moral
y los demás principios más o menos eternos, sólo son válidos, para los burgueses,
cuando son útiles a los intereses suyos. Estos principios tienen dos caras, risueña e
indulgente la una, la que les mira a ellos, y feroz e imperativa la otra, la que está vuelta
a los demás.
La perpetua y general contradicción entre los actos y las nociones de justicia y de
moral, que podría suponerse bastante para quebrantar entre loa burgueses la idea de un
Dios justiciero, la consolida, por el contrario, y prepara el terreno para la de la
inmortalidad del alma, que se había desvanecido entre los pueblos llegados al período 14
patriarcal. Esta idea es mantenida, fortificada y constantemente avivada entre los
burgueses, por su costumbre de esperas una remuneración de todo, así de lo que hacen,
como de lo que no hacen (6). No emplea obreros, no fabrica géneros, vende, compra,
presta dinero o hace un servicio cualquiera sino en la esperanza de ser retribuido, esto
es, de obtener beneficios. La constante idea del beneficio hace que no realice ninguna
acción por el placer de realizarla, sino con el propósito de alcanzar una recompensa. SÍ
es generoso, caritativo, honrado, o hasta si se limita a no ser deshonrado, no le basta con
la satisfacción de su conciencia: precisa además, una retribución, Y si en la tierra no
obtiene la recompensa deseada, lo que ocurre a menudo, cuenta alcanzarla en el cielo.
No solamente espera una remuneración por sus buenas acciones, y por abstenerse de las
malas, sino que espera una compensación por sus infortunios, por sus fracasos, por sus
sinsabores y hasta por sus tristezas. Su Yo es tan inmenso que para contenerlo une el
cielo a la tierra. Las injusticias en la civilización son tan numerosas y tan manifiestas, y
las de que él es víctima adquieren a sus ojos tan desmesuradas proporciones, que en su
concepto han de ser un día forzosamente reparadas. Pero este día sólo puede lucir en el
otro mundo; sólo en el cielo tiene la seguridad de alcanzar la remuneración de sus
infortunios. La vida después de la muerte es para él una cosa cierta, pues su buen Dios,
justo y reconocido a las virtudes burguesas, no puede menos que concederle
recompensas por lo que ha hecho y por lo que ha dejado de hacer, y reparaciones por lo
que ha sufrido. En el tribunal de comercio del cielo serán apuradas las cuentas que no
pudieron saldarse en la tierra.
El burgués no llama injusticia al acaparamiento de las riquezas creadas por los
asalariados: este despojo es, en su concepto, la misma justicia, y no puede concebir que
Dios u otro ser cualquiera tenga sobre este punto una opinión distinta a la suya. No cree,
sin embargo, que cuando se permite a los obreros tener el deseo de mejorar sus
condiciones de vida y de trabajo se viole la justicia eterna; pero como sabe
perfectamente que esas mejoras deberán ser realizadas a sus expensas, piensa que es una
medida de prudencia política prometerles una vida futura, donde nadarán en la
abundancia, como burgueses. La promesa de la dicha póstuma es para él la más
económica manera de dar satisfacción a las reclamaciones obreras. La vida más allá de
la muerte, para el que se complace en esperar hasta entonces a dar satisfacción a su Yo,
se convierte en instrumento de explotación. Desde el momento que las cuentas de la
tierra serán definitivamente saldadas en el cielo, Dios se convierte necesariamente en un
juez teniendo a su disposición un Eldorado para unos y un presidio para otros, como lo
asegura el cristianismo, según Platón (7).
El juez celeste pronunciaría sus sentencias con arreglo al Código judicial de la
civilización, adicionado con algunas leyes morales que no han podido ser incluidas en
aquél.
El burgués moderno no se preocupa, en primer término, más que de las
remuneraciones y compensaciones de ultratumba. En cambio manifiesta tener muy poco
interés en el castigo de los malos, es decir, de los que le han cometido faltas personales.
El infierno cristiano apenas le preocupa, primeramente porque está convencido de que
nada ha hecho ni puede hacer para merecerlo y además porque guarda escaso odio a los
camaradas que le han faltado, hasta tal punto, que siempre está dispuesto a reanudar las
relaciones de negocios o de placeres sí ve provecho en ello. Hasta tiene cierto afecto a
los mismos que le han engañado, porque después de todo no le han hecho más que lo
que les hizo él o hubiese querido hacerles. En la sociedad burguesa todos los días se ven
individuos cuyas estafas han promovido gran escándalo y a los cuales se les ha creído
hundidos para siempre, volver a la superficie y alcanzar una honorable posición. Para 15
empezar de nuevo los negocios y para darles patente de honrados, sólo se les exige que
tengan dinero (8).
El infierno sólo podía ser inventado por hombres y para hombres torturados por el odio
y por la pasión de la venganza. El Dios de los primeros cristianos es un implacable
verdugo que experimenta un gran placer ante los suplicios impuestos eternamente a los
infieles, sus enemigos. «Jesús, dice San Pablo, remontará al cielo con los ángeles de su
potestad, con llamas flamígeras, ejerciendo la venganza contra los que no conocen a
Dios y que no se someten a su Evangelio, Estos serán castigados con la pena eterna, en
presencia del Señor y ante la gloría de su poderío» (II. Thess. I, 6-9). El cristiano de
entonces esperaba con fe tan ferviente la recompensa de su piedad como el castigo de
sus enemigos, que se convertían en enemigos de Dios. Como el burgués ya no alimenta
estos feroces odios, pues el odio no reporta beneficio alguno, no tiene necesidad de un
infierno para satisfacer su venganza, ni de un Dios verdugo para castigar a los
camaradas que le han engañado.
La creencia de la burguesía en Dios y en la inmortalidad del alma es uno de los
fenómenos ideológicos de su medio social, y no se desembarazará de ella hasta después
de haberse desposeído de las riquezas arrebatadas a sus asalariados y hasta después de
haberse transformado de clase parásita en clase productora.
La burguesía del siglo XVIII, que luchaba en Francia para apoderarse de la dictadura
social, atacó con furor al clero católico y al cristianismo porque eran los puntales de la
aristocracia. Si en el ardor de la batalla algunos de sus jefes, Diderot, La Metrie,
Helvetius y d’Holbach, llevaron su irreligión hasta el ateísmo, otros, tan intérpretes de
su espíritu, si no más, Voltaire, Rousseau, Turgot, etc., no llegaron jamás a la negación
de Dios. Los filósofos materialistas y sensualistas, Cabanis, Maine de Biran, de
Gérando, que sobrevivieron a la Revolución, se retractaron públicamente de sus
doctrinas impías. No debe acusarse a estos hombres notables de haber hecho traición a
las doctrinas filosóficas que desde el principio de su carrera les habían asegurado la
notoriedad y medios de existencia; sólo la burguesía es de ello culpable, pues victoriosa
perdió su irreligiosa combatividad, y como los perros de la Biblia, vomitó nuevamente
el cristianismo que, como la sífilis, es una enfermedad constitucional que tiene en la
sangre, Aquellos filósofos sufrieron la influencia del ambiente social: eran burgueses y
evolucionaron con su clase.
Este ambiente, al cual no pueden substraerse ni los burgueses más instruidos ni los más
emancipados intelectualmente, es responsable del deísmo de hombres de genio como
Cuvier, Geoffroy, Saint-Hilaire, Faraday y Darwin, y del positivismo de sabios
contemporáneos que no atreviéndose a negar a Dios se abstienen de ocuparse de él. Pero
esta abstención es un implícito reconocimiento de la existencia de Dios, del cual tienen
necesidad para conocer el mundo social, que les parece juguete del azar, en vez de estar
regido por la ley de precisión, como el mundo natural.
Creyendo hacer un epigrama contra la libertad de su clase, Brunetiere repite la frase
del jesuita alemán Gruber, que «lo desconocido es una idea de Dios apropiada a la
francmasonería». Lo desconocido no puede ser la idea de Díos para nadie, pero es su
causa generatriz, lo mismo entre los salvajes y los bárbaros, que entre los burgueses
cristianos y francmasones. Si los enigmas del medio natural han hecho necesario para el
salvaje y el bárbaro la idea de un Dios, creador y regulador del mundo, los enigmas del
medio social hacen necesaria para el burgués la idea de un Dios, distribuidor de las
riquezas arrebatadas a los asalariados manuales e intelectuales, dispensador de los
bienes y de los males, remunerador de las acciones, enderezador de las injusticias y
reparador de las faltas. El salvaje y el burgués son inducidos a la creencia en Dios sin
darse de ello cuenta, como son llevados por la rotación de la tierra. 16
IV
EVOLUCIÓN DE LA IDEA DE DIOS
La idea de Dios, que los enigmas del medio natural y del medio social han hecho
germinar en el cerebro humano, no es invariable; por el contrario, se modifica con el
tiempo y el lugar, evolucionando a medida que el modo de producción se desarrolla y
transforma el medio social.
Para los griegos, los romanos y los pueblos de la antigüedad, Dios permanecía en un
sitio determinado y no existía más que para ser útil a sus adoradores y molestos a sus
enemigos. Cada familia tenía sus dioses particulares, que eran los espíritus de los
antecesores divinizados, y cada ciudad tenía su divinidad municipal o poliade, como
decían los griegos. El Dios o la Diosa municipal residía en el templo que le estaba
consagrado, y estaba incorporado en su efigie, que consistía a menudo en un bloque de
madera o en una piedra. Estos Dioses sólo se interesaban por la suerte de los habitantes
de la ciudad. Los Dioses de los antepasados no se ocupaban más que de los asuntos de
la familia. El Jehovah de la Biblia era un Dios de esta especie. Permanecía en un cofre
de madera, llamado Arca Santa, que transportaban cuando las tribus cambiaban de
lugar. También la colocaban al frente de los ejércitos, para que Jehovah se batiese por
su pueblo. Si le castigaba cruelmente por falta a su ley, también le prestaba numerosos
servicios, de los que da cuenta el Antiguo Testamento. Cuando el Dios municipal no
estaba a la altura de las circunstancias, se le añadía otra divinidad. Durante la segunda
guerra púnica, los romanos hicieron venir de Pessinonte, la estatua de Cibeles, a fin de
que la Diosa del Asia Menor les ayudase a defenderse contra Aníbal. Cuando los
cristianos demolían los templos y rompían las estatuas de los Dioses para desalojarles
de sus sitios y para impedir que protegiesen a los paganos, no tenían otra idea de la
divinidad. Los salvajes creían que el alma constituía un segundo cuerpo. Por eso sus
espíritus divinizados, aunque los incorporasen en piedras, en pedazos de madera y en
bestias, conservaban la forma humana. De igual modo para San Pablo y los Apóstoles,
Dios era antropomorfo; por eso hicieron de él un Hombre-Dios semejante a ellos
respecto al cuerpo y al espíritu, mientras que el capitalista moderno lo concibe sin
cabeza ni brazos y presente en todas partes en vez de estar aposentado en un sitio
determinado del globo.
Los romanes y los griegos, así como los judíos y los primeros cristianos, no creían que
su Dios fuese el único de la creación. Los judíos creían en Moloch, en Baal y en otros
dioses de los pueblos con los cuales guerreaban con la misma firmeza que en Jehovah, y
los cristianos de los primeros siglos y de la Edad Media, si llamaban a Júpiter y a Alá
falsos Dioses, los tenían, no obstante, por Dioses, capaces de realizar prodigios
milagrosos, lo mismo que Jesús y su Padre Eterno (9). Precisamente porque creían en la
multiplicidad de los Dioses, era posible que cada población tuviese un Dios a su
servicio, encerrado en un templo e incorporado en un objeto cualquiera: Jehová lo
estaba en una piedra. El capitalista moderno, que piensa que su Dios está presente en
todos los lugares de la tierra, no puede aceptar más que la noción de un Dios único, y la
ubicuidad que atribuye a un Dios impide que se lo represente con cara, con nalgas, con
brazos y piernas, como el Júpiter de Hornero y Jesús de San Pablo. Las divinidades
adoptadas por las ciudades guerreras de la antigüedad, siempre en lucha con los pueblos
circunvecinos, no podían responder a las necesidades que la producción mercantil
creaba en las ciudades comerciales e industriales, obligadas, por el contrario a mantener
relaciones pacíficas con las naciones colindantes. Las necesidades del comercio y de la 17
industria obligaron a la burguesía naciente a desmunicipalizar las divinidades y a crear
Dioses cosmopolitas.
Seis o siete siglos antes de la era cristiana, en las ciudades marítimas de Jonia, de la
Magna Grecia y de Grecia se observan tentativas encaminadas a organizar relaciones
cuyos Dioses no habían de ser monopolizados exclusivamente por una ciudad, sino
reconocidos y adorados por diversos pueblos, incluso los enemigos. Estas nuevas
divinidades, Isis, Deméter, Dionisos, Mitra, Jesús, etc., algunas de las cuales pertenecen
a la época matriarcal, revestían aún la forma humana, aunque ya empezaba a sentirse la
necesidad de un Ser supremo, que no fuese antropomorfo. Pero sólo en la época
capitalista llegó a imponerse la idea de un Dios amorfo, como consecuencia de la forma
impersonal revestida por la propiedad de las sociedades por acciones.
La propiedad impersonal, que introdujo un modo de posesión absolutamente nuevo y
diametralmente opuesto al que había existido hasta entonces, debía modificar
necesariamente los hábitos y costumbres del burgués y transformar, por consiguiente, su
mentalidad. Hasta su aparición, en Francia no se podía ser poseedor más que de un
viñedo en el Bordelais, de un telar en Ruan, de una forja en Marsella o de una droguería
en París. Cada una de estas propiedades, distinta por el género de la industria y por la
situación geográfica, era poseída por un solo individuo, o por dos o tres cuanto más: era
raro que una misma persona tuviese algunas.
Con la propiedad impersonal ocurre lo contrario. Una línea férrea, una mina, un banco,
son propiedad de centenares y de miles de capitalistas, y un mismo capitalista puede
tener en su propia cartera títulos de renta y de las deudas públicas de Francia, de Prusia,
de Turquía y del Japón y acciones de las minas de oro del Transvaal, de los tranvías
eléctricos de China, de una línea de vapores trasatlánticos, de una plantación de café en
el Brasil, o de una mina de carbón en Francia.
El capitalista no puede tener, para la propiedad impersonal de cuyos títulos es
poseedor, el mismo cariño que el burgués manifiesta por la que él administra o hace
dirigir bajo su intervención; el único interés que por ella siente está en proporción al
precio pagado por la acción adquirida y del dividendo que de ello percibe. A él le
importa poco que este dividendo sea proporcionado por una empresa de extracción de
letrinas, por una refinería de azúcar o por una hilatura de algodón, y que esté
domiciliada en París o en Pekín. Desde el momento en que sólo le interesan los
dividendos, desaparecen los caracteres diferenciales de las propiedades que lo
proporcionan. Y estas propiedades, de industrias y de situaciones geográficas distintas,
se identifican para el capitalista en una propiedad única, proporcionadora de dividendos
cuyos títulos, circulando en la Bolsa, continúan conservando diversos nombres de
oficios y de países.
La propiedad impersonal, que abraza todos los oficios y se extiende sobre todo el
globo, desarrolla sus tentáculos provistos de chupadores de dividendos, lo mismo en
una nación cristiana que en un país mahometano, budista o fetichista. Siendo la
acumulación de riquezas la pasión dominante del burgués, esta identificación de
propiedades de naturaleza y de nacionalidades distintas en una propiedad única y
cosmopolita debía reflejarse en su inteligencia o influir en su concepción de Dios (10).
La propiedad impersonal le induce, sin que de ello se dé cuenta, a identificar a los
Dioses de la tierra con un Dios único y cosmopolita, que en unos países lleva el nombre
de Jesús, en otros de Alá, o de Buda, y es adorado según los diferentes ritos. Es un
hecho histórico que la idea de un Dios único y universal, que Anaxágoras fue uno de los
primeros en concebir, y que durante siglos sólo ha sido alimentada en el cerebro de
algunos pensadores, no se ha convertido en idea general hasta que ha predominado la
civilización capitalista. Pero como al lado de esta propiedad, impersonal, única y 18
cosmopolita subsisten aún innumerables propiedades personales y locales, los Dioses
locales y antropomorfos, hacían germinar en el cerebro del capitalista la idea de Dios
único y cosmopolita.
La división de los pueblos en naciones comerciales e industrialmente rivales, obliga a
la burguesía a dividir su Dios único en otros tantos Dioses como naciones existen. Así,
cada pueblo de la cristiandad cree que el Dios cristiano, que es, sin embargo, el Dios de
todos los cristianos, es su Dios nacional, como lo era el Jehová de los judíos y Pallas
Atenea, de los atenienses. Cuando dos naciones cristianas se declaran la guerra, cada
una ruega a su Dios nacional y cristiano que combata por ella, y si alcanza la victoria
entona un Tedeum en señal de agradecimiento por haber derrotado a la nación rival y a
su Dios nacional y cristiano. Los paganos hacían luchar entre sí a Dioses distintos, los
cristianos hacen luchar a su Dios único contra sí mismo. El Dios único y cosmopolita no
podría destronar completamente a los Dioses nacionales del cerebro burgués, más que si
todas las naciones burguesas estuviesen centralizadas en una sola nación,
La propiedad impersonal posee otras cualidades que ha transmitido al Dios único y
cosmopolita. El propietario de un campo de trigo, de un taller de carpintería o de una
tienda de mercería puede ver, tocar, medir y valorar su propiedad, cuya forma clara y
precisa impresiona sus sentidos. Pero el propietario de títulos de renta de una deuda
pública y de acciones de una línea férrea, de una mina de carbón, de una compañía de
seguros o de un banco no puede ver, tocar, medir ni valorar la partícula de propiedad
que representan sus títulos y sus acciones de papel: en qué bosque o edificio del Estado,
en qué vagón, tonelada de hulla, póliza de seguro o caja de banco podría suponer que se
encuentra. Su fragmento de propiedad está perdido, fundido en un vasto todo, del que
no puede ni aun formarse una idea, pues si ha visto locomotoras y estaciones, lo mismo
que galerías subterráneas, no ha podido apreciar en su conjunto una línea férrea y una
mina; y respecto a la deuda pública de un estado, un banco o una compañía de seguros,
no son susceptibles de ser representados por una imagen cualquiera. La propiedad
impersonal, de la cual es uno de los copropietarios, no puede adquirir en su imaginación
más que una forma vaga, imprecisa, indeterminada; para él es más bien un ser que
razona, que revela su existencia por medio de dividendos, que una realidad sensible.
Sin embargo, esta propiedad impersonal, indefinida, como un concepto metafísico,
provee todas sus necesidades, como el Padre celestial de los cristianos, sin exigir de él
otro trabajo ni más quebraderos de cabeza que esperar los dividendos, que recibe con
beatífica satisfacción de cuerpo y de espíritu como una gracia del capital, del cual la
gracia de Dios, «el más verdadero de los dogmas cristianos» según Renan, es la
reflexión religiosa. Ya no se preocupa por conocer el carácter de la propiedad
impersonal que le proporciona rentas y dividendos, ni por saber si su Dios único y
cosmopolita es hombre, mujer o bestia, inteligente o idiota, ni si posee las cualidades de
fuerza, ferocidad, bondad, justicia, etc., de las cuales habían estado provistos los Dioses
antropomorfos. Tampoco pierde el tiempo dirigiéndole oraciones, pues sabe que
ninguna súplica modificará la tasa de la renta y del dividendo de la propiedad
impersonal del cual su Dios único y cosmopolita es la reflexión intelectual.
Al propio tiempo que la propiedad impersonal metamorfoseaba al Dios antropomorfo
de los cristianos en un Dios amorfo y en un ser razonable, en un concepto metafísico,
despojaba el sentimiento religioso de la burguesía de la virulencia que había
engendrado la fiebre fanática de los mártires, de los cruzados y de los inquisidores, y
transformaba la religión en una cuestión de gusto personal, como la cocina, que cada
uno adereza a su manera, con manteca o con aceite, con ajo o sin él. Pero si la
burguesía capitalista tiene necesidad de una religión y si encuentra el cristianismo
liberal a su conveniencia, no puede aceptar sin serias enmiendas a la Iglesia católica, 19
cuyo despotismo inquisitorial desciende hasta los detalles de la vida privada y cuya
organización de obispos, curas, monjes y jesuitas, disciplinados y obedeciendo
ciegamente los mandatos que reciben constituyen una amenaza para el orden público.
La Iglesia católica podía ser soportada por la sociedad feudal, en la cual todos sus
miembros, desde el siervo al rey, estaban unidos por derechos y deberes recíprocos;
pero no puede ser tolerada por la democracia burguesa cuyos miembros, iguales ante la
fortuna y la ley, aunque divididos por intereses, se hallan entre sí en perpetua guerra
industrial y comercial y quieren tener siempre el derecho de criticar a las autoridades
constituidas y de hacerlas responsables de sus fracasos económicos,
El burgués, que para enriquecerse no quiere ser molestado por ninguna traba, tampoco
podía tolerar la organización corporativa de los maestros de oficios, que vigilaban la
manera de producir y la calidad de los productos. Por eso la abolió. Desembarazado de
toda intervención, sólo ha de consultar su interés para hacer fortuna, cada uno según los
medios de que dispone. La calidad de las mercancías que fabrica y vende, depende sólo
de su elástica conciencia: al cliente corresponde no dejarse engañar respecto a la
calidad, al precio y al peso de lo que compra. Cada uno para sí, y Dios, es decir, el
dinero para todos.
La libertad de la industria y del comercio debía reflejarse forzosamente en la manera
de concebir la religión, que cada uno entiende como mejor le place. Cada uno se arregla
con Dios, como con su conciencia, en materia comercial; cada uno interpreta, según sus
intereses y sus luces, las enseñanzas de la Iglesia y las palabras de la Biblia, puesta en
manos de los protestantes como el Código lo es en manos de todos los burgueses.
El burgués capitalista que no puede ser ni mártir ni inquisidor, porque ha perdido el
furor del proselitismo que inflamaba a los primeros cristianos —el cristianismo tenía un
interés vital en aumentar el número de los creyentes, a fin de engrosar el ejército de los
descontentos, librando batallas contra la sociedad pagana— tiene no obstante una
especie de proselitismo religioso, sin soplo y sin convicción, que está condicionado para
la explotación de la mujer y del asalariado.
La mujer debe ser manejable a su voluntad. La quiere fiel e infiel, según sus deseos. Si
es la esposa de un camarada y él la corteja, le pide la infidelidad como un deber hacia su
Yo y desembucha su retórica para desembarazarla de sus escrúpulos religiosos; sí se
trata de su mujer legítima, la convierte en su propiedad y debe ser intangible: exige de
ella una fidelidad a toda prueba y se sirve de la religión para hacer penetrar en su cabeza
la idea del deber conyugal.
El asalariado debe estar resignado a su suerte. La función social de explotador del
trabajo exige que el burgués propague la religión cristiana, predicando la humildad y la
sumisión a Dios, que elige los amos y designa los servidores y que perfecciona las
enseñanzas del cristianismo con los eternos principios de la democracia. Tiene sumo
interés en que los asalariados agoten su potencia cerebral controvertiendo sobre las
verdades de la religión y discutiendo sobre la justicia, la libertad, la moral, la patria y
otros engañabobos a fin de que no les quede un minuto para reflexionar sobre su
miserable condición y sobre los medios de mejorarla. El famoso radical y librecambista
Jacob Brigth estimaba tanto este medio de estulticia, que dedicaba los domingos a leer y
comentar la Biblia a sus obreros. Pero la función de embrutecedor bíblico, que los
burgueses ingleses de los dos sexos pueden realizar por puro entusiasmo, es
forzosamente irregular como todo trabajo de amateur. La burguesía industrial tiene
necesidad de tener a su disposición profesores del embrutecimiento para realizar esta
tarea. Los clérigos de todos los cultos se los proporcionan. Pero toda medalla tiene su
reverso. La lectura de la Biblia por los asalariados tiene peligros que Rockefeller ha
sabido apreciar, y a fin de remediarlos el gran trustista ha organizado un trust para la 20
publicación de las biblias populares, expurgadas de las quejas contra las iniquidades de
los ricos y de las protestas de cólera contra el escándalo de su fortuna. La Iglesia
católica, que había previsto estos peligros, los conjuró impidiendo a los fieles la lectura
de la Biblia y quemando vivo a Wicklif, su primer traductor a la lengua vulgar. Con sus
novenas, con sus peregrinaciones y demás bobadas, el clero católico es sobre todos los
demás cleros el que mejor llena el papel de embrutecedor; es también el mejor
agenciado para proporcionar hermanos y hermanas ignorantes para las escuelas
primarías y religiosas, vigilantes para los talleres de mujeres. Por los altos servicios que
le presta, la alta burguesía industrial lo sostiene política y pecuniariamente a pesar de la
gran antipatía que por ellos siente, por su rapacidad y por su ingerencia en los asuntos
familiares.
V
CAUSAS DE LA IRRELIGIÓN DEL PROLETARIADO
Las numerosas tentativas realizadas en Europa y América para cristianizar al
proletariado industrial han fracasado completamente: no han bastado para sacarle de su
indiferencia religiosa, que se generaliza a medida que la producción mecánica realiza
nuevas reclutas de aldeanos, de artistas y de pequeños burgueses para el ejército de los
asalariados.
El modo mecánico de producción, que engendra la religiosidad en el burgués, crea, por
el contrario, la irreligiosidad en el proletario.
Si es lógico que el capitalista crea en una providencia atenta a sus necesidades y en un
Dios que lo elige entre millares y millares para colmar de riquezas su pereza y su
inutilidad social, es más lógico aún que el proletario desconozca la existencia de una
providencia divina, pues sabe que ningún padre celestial le proporcionaría el pan
cotidiano si se lo pidiese de la mañana a la noche, y que el salario que le proporciona las
primeras necesidades de la vida lo ha ganado con su trabajo, pues sabe demasiado que si
no trabajase perecería de hambre a pesar de todos los buenos Dioses del cielo y de todos
los filántropos de la tierra. El asalariado es la providencia para sí mismo. Sus
condiciones de vida hacen imposible la concepción de otra providencia. No hay en su
vida, como en la del burgués, esos golpes de fortuna que podrían, por mágico resorte,
sacarle de su triste situación. Asalariado nació, asalariado vive y asalariado muere. Su
ambición no puede ir más allá de un aumento de salario y de una continuidad de salarios
durante todos los días del año y durante todos los años de su vida. Los azares y las
fortunas imprevistas, que predisponen a los burgueses a la superstición, no existen para
el proletario, y la idea de Dios no puede aparecer en el cerebro humano más que cuando
va preparada y unida a ideas supersticiosas de no importa qué origen.
Si el obrero se dejase llevar por la idea de Dios, del cual oye hablar en torno suyo sin
prestar ninguna atención, empezaría por discutir su justicia que sólo le colma de trabajo
y de miseria, le tomaría horror y odio y se lo representaría bajo la forma y la condición
de un burgués explotador, como los esclavos negros de las colonias, los cuales decían
que Dios era blanco, como sus amos. Ciertamente, el obrero, lo mismo que el capitalista
y sus economistas, no se da cuenta del desenvolvimiento de las ideas económicas ni se
explica por qué, con la misma regularidad que la noche sucede al día, los períodos de
prosperidad industrial y de trabajo a alta presión son seguidos de crisis y de paros de
trabajo. Este desconocimiento, que predispone el espíritu del burgués a la creencia en
Dios, no causa el mismo efecto en el del obrero porque ocupan posiciones distintas en la
producción moderna. La posesión de los medios productivos da al burgués la dirección 21
total de la producción y de la evacuación de los productos y le obliga, en consecuencia,
a preocuparse de las causas que influyen en estas cuestiones. Por el contrario, el obrero
no tiene derecho a inquietarse por ello. El obrero no participa ni de la dirección de la
producción, ni de la adopción y aprovisionamiento de las primeras materias, ni de la
manera de producir, ni de la circulación de los productos: él sólo ha de proporcionar la
fuerza de trabajo como una bestia de carga. La pasiva obediencia de los jesuitas, que
subleva la verbosa indignación de los librepensadores, es la ley impuesta en el taller. El
capitalista coloca al asalariado ante la máquina en movimiento, provista de primeras
materias y le ordena trabajar: el obrero se convierte en una rueda de la máquina, no
teniendo, en la producción, más que un objeto, el salario, el único interés que la
burguesía se ha visto obligada a dejarle. Cuando ha percibido el salarlo ya nada tiene
que reclamar. Siendo el salario el único interés que aquélla le ha permitido conservar en
la producción, no debe preocuparse más que de tener trabajo para recibir un salario. Y
como el patrono o sus representantes son los que proporcionan trabajo, es a ellos,
hombres de carne y hueso como él, a quienes culpa cuando aquél falta, y no a los
fenómenos económicos, que quizá desconoce; contra ellos se irrita por las reducciones
de salario y el relajamiento del trabajo, y no contra las perturbaciones generales de la
producción. A ellos hace responsables de cuanto ocurre, en cualquier sentido que sea. El
asalariado personaliza los accidentes de la producción que le afectan, mientras que la
posesión de los medios de producción se despersonaliza a medida que se mecanizan.
La vida que lleva el obrero de la grande industria le substrae aún más que al burgués, a
las influencias del medio natural, que mantienen en el aldeano la creencia en los
aparecidos, en los hechiceros, en los males dados y otras ideas supersticiosas. No ve el
sol más que a través de los cristales del taller y no conoce, de la naturaleza, más que la
campiña que rodea la población en que trabaja, que ve en contadas ocasiones.
No sabría distinguir un campo de avena de un campo de trigo, ni uno de patatas de otro
de cáñamo. Los productos de la tierra sólo los conoce bajo la forma en que los consume.
Vive en una completa ignorancia respecto al trabajo de los campos, y de las causas que
influyen en el rendimiento de las cosechas. La sequía, las lluvias torrenciales, el
granizo, los huracanes, etc., no le inducen jamás a pensar en su acción sobre la
naturaleza y sus cosechas. Su vida urbana le pone a cubierto de las inquietudes y de las
grandes preocupaciones que asaltan el espíritu del cultivador. La naturaleza no preocupa
su imaginación.
El trabajo del taller mecánico pone al obrero en relación con las terribles fuerzas
naturales que el aldeano desconoce; pero en vez de ser dominado por ellas, él las guía.
El gigantesco mecanismo de hierro y acero que llena la fábrica, al que hace mover como
un autómata, que a veces le coge y le mutila, en vez de engendrar en él un terror
supersticioso, como el trueno al campesino, lo deja impasible e impávido, pues sabe que
los miembros del monstruo metálico han sido fabricados y montados por camaradas y
que basta una correa para ponerle en marcha o detenerle, A pesar de su potencia y de su
milagrosa producción, la máquina no encierra para él ningún misterio. El obrero de las
fábricas productoras de electricidad, que sólo ha de mover una manivela sobre un
cuadrante para enviar a kilómetros de distancia la fuerza motriz de tranvías, o la luz a
las lámparas de una población, no tiene más que decir, como el Dios del Génesis: «Que
se haga la luz», para que ésta sea hecha. Jamás había sido concebida brujería tan
fantástica. Sin embargo, para el obrero esta brujería es cosa simple y natural, y quedaría
sumamente sorprendido si alguien le dijese que un Dios cualquiera podría, si quisiese,
detener las máquinas y extinguir la luz de las lámparas cuando se ha dado la corriente;
al fin contestaría que este Dios anarquista sería simplemente un engranaje gastado o un
hilo conductor roto, y que le sería fácil buscar y encontrar este Dios perturbador. La 22
práctica del taller moderno enseña al asalariado el determinismo científico, sin
necesidad de pasar por el estudio teórico de las ciencias.
Como ni el burgués ni el proletario viven en el campo, los fenómenos naturales no
pueden engendrar en ellos las ideas supersticiosas que han sido utilizadas por el salvaje
para elaborar la idea de Dios. Pero si el uno, por pertenecer a la clase dominante y
parasitaria sufre la acción generativa de las ideas supersticiosas de los fenómenos
sociales, por formar parte el otro de la clase explotada y productora se halla substraído a
su acción supersticiosa. La burguesía no podrá ser descristianizada ni desprendida de la
creencia en Dios mientras no sea expropiada de su dictadura de clase y de las riquezas
que diariamente arrebata a los trabajadores asalariados.
El libre e imparcial estudio de la naturaleza ha hecho germinar y ha establecido
firmemente en determinados medios científicos la convicción de que todos sus
fenómenos son sometidos a la ley de precisión y que deben buscarse sus causas
determinantes en la naturaleza, no fuera de ella. Este estudio ha permitido, además, la
dominación de las fuerzas naturales para el uso del hombre.
Pero el empleo industrial de las fuerzas naturales ha transformado los medios de
producción en organismos económicos tan gigantescos que escapan a la investigación
de los capitalistas que los monopolizan, según demuestran las crisis económicas de la
industria y del comercio. Aunque de creación humana, estos organismos de producción
trastornan, cuando se producen, el medio social tan ciegamente como las fuerzas
naturales alteran la naturaleza cuando se desencadenan. Los medios de producción
moderna sólo pueden ser intervenidos por la sociedad, y para que esta intervención
pueda establecerse deben convertirse previamente en propiedad social. Entonces, y sólo
entonces, cesarán de engendrar las desigualdades sociales, de proporcionar las riquezas
a los parásitos, de imponer la miseria a los productores asalariados y de crear las
perturbaciones mundiales que el capitalista y sus economistas no saben atribuir más que
al azar y a causas desconocidas. Cuando estos medios de producción estén en poder de
la sociedad, habrá desaparecido el desconocimiento del orden social. Entonces y sólo
entonces será definitivamente eliminada de la mente humana, la idea de Dios.
La indiferencia en materia religiosa de los obreros modernos, cuyas causas
determinantes he tratado de investigar, es un fenómeno nuevo, que se produce por
primera vez en la historia. Las masas populares han elaborado, siempre hasta hoy, las
ideas espiritualistas que los filósofos sólo han debido quintaesenciar y embrollar, lo
mismo que las leyendas y las ideas religiosas, que los curas y las clases directoras no
han hecho más que organizar en religión oficial y en instrumentos de opresión
intelectual.
NOTAS
1. La Revue Scientífique de 19 de noviembre de 1904 contiene una confirmación de nuestros asertos. H.
Pierou, dando cuenta de un libro sobre el Matérialisme Scientifigue, reconoce que «Dios es la causa
residencial cómoda de todo lo inexplicable… que la creencia ha tenido por base siempre suplir a la
ciencia… y que la ciencia nada tiene de común con las creencias y la fe…; pero que la religión no es
absolutamente incompatible con la ciencia, a condición, no obstante, de encerrarla en un compartimiento
perfectamente estanco». Protesta asimismo contra «la serie de sabios de nuestra época, los cuales no
buscan en la ciencia más que pruebas de la existencia de Dios o de la veracidad de la religión… o contra él
sofisma del que busca en la ciencia pruebas de la no existencia de Dios».
2. La historia de la Economía Política es instructiva. Mientras la producción capitalista, al principio de su
evolución no había transformado aún la masa de los burgueses en parásitos, los fisiócratas, Adam Smith, 23
Ricardo, etc., podían estudiar sin prevención los fenómenos económicos e investigar las leyes generales
de la producción; pero, desde que la máquina-herramíenta y el vapor sólo obligan a concurrir a los
asalariados a la creación de las riquezas, los economistas se limitan á coleccionar hechos y estadísticas
útiles para las especulaciones del comercio y de la Bolsa, sin pretender agruparlos y clasificarlos a fin de
sacar conclusiones teóricas, que no podrían dejar de ser peligrosas para la dominación de la clase
dominante. En vez de hacer ciencia, combaten el socialismo; hasta han querido refutar la teoría ricardiana
del valor, porque la crítica socialista se había apoderado de ella.
3. El espíritu burgués ha sido tan atormentado en todo tiempo por la incertidumbre de la fortuna que la
mitología griega la representaba por medio de una mujer puesta de pie sobre una rueda dentada y con los
ojos vendados: Teognis, el poeta megaro del siglo V antes de nuestra era, cuyas poesías, según Isócrates,
constituían un libro de texto en las escuelas griegas, decían «Nadie es causa de sus beneficios y de sus
pérdidas, pues los dioses son los distribuidores de las riquezas… Los hombres nos alimentamos con vanos
pensamientos, pero nada sabemos. Los dioses hacen llegar las cosas según su propia voluntad… Júpiter
hace inclinar la balanza ora de un lado ora de otro, según juzga conveniente, a fin de que el rico de hoy
nada posea mañana. Ningún hombre es rico o pobre, noble o plebeyo, sin la intervención de Dios». Los
autores del Eclesiastés, de los libros de los Salmos, de los Proverbios y de Job, hacen desempeñar el
mismo papel a Jehová. El poeta griego y los escritores judíos formulan, pues, el pensamiento burgués.
Megara, como Corinto, su rival, fue una de las principales ciudades de la antigua Grecia, donde se
desarrollaron el comercio y la industria. Se había formado en ellas una numerosa clase de artistas y de
burgueses, los cuales fomentaban guerras civiles para apoderarse del poder. Unos sesenta años antes del
nacimiento de Teognis, los demócratas, después de una victoriosa revuelta, abolieron las deudas que
habían contraído con los aristócratas y exigieron la devolución de los intereses percibidos. Aunque
miembro de la clase aristócrata, y aunque alimentando un odio feroz contra los demócratas, de los cuales
quisiera «beber la sangre negra», porque le habían despojado de sus bienes y le habían desterrado, no
pudo Teognis substraerse a la influencia del medio social burgués. Está impregnado de estas ideas, de
estos sentimientos y hasta del mismo lenguaje; así, repetidas veces establece comparaciones acerca del
alza de oro, al que los comerciantes se veían constantemente obligados a recurrir para conocer el valor de
las monedas y los lingotes dados en cambio. Precisamente porque el poema de Teognis, así como los
libros del Antiguo Testamento contenían máximas de previsión burguesa, era un libro de texto en las
escuelas de la democrática Atenas. De este libro, dice Jenofonte, que «era un tratado sobre el hombre,
semejante al que escribiría un hábil jinete sobre el arte de montar».
4. Renan, cuyo cultivado espíritu estaba invadido de misticismo, sentía una resuelta simpatía por la forma
impersonal de la propiedad. En sus Souvenirs d’enfance (IV) cuenta que en vez de emplear sus capitales
en la adquisición de una propiedad inmueble, tierra o casa, prefirió comprar «valores de Bolsa, que son
cosas más ligeras, más frágiles, más etéreas». El billete de banco es un valor tan etéreo como las acciones
de las Compañías y los títulos de renta.
5. Las crisis impresionan tan vivamente a los burgueses, que hablan de ellas como si fuesen seres
corpóreos. El célebre humorista americano Artemus Ward, cuenta que oyendo a los bolsistas y a los
industriales de Nueva York afirmar tan positivamente que «la crisis había llegado, que estaba allí», creyó
que se hallaba en el salón y para ver la cara que tenía empezó a buscarla por debajo de las mesas y de las
sillas.
6. Teognis, lo mismo que Job y los autores de los libros del Antiguo Testamento, se ven embarazados ante
la dificultad de conciliar las injusticias de los hombres con la justicia de Dios. «¡Oh hijo de Saturno! —
dice el poeta griego— ¿Cómo puedes conceder la misma suerte al justo que al injusto…? ¡Oh rey de los
inmortales! ¿es justo que el que no ha sido deshonrado, que el que no ha hecho trasgresión a la ley, que no
ha jurado en falso, y que ha sido siempre honrado, sufra…? El hombre injusto, que no teme la cólera de
los hombres ni la de los Dioses, que comete injusticias, está lleno de riquezas, mientras que el justo es
despojado y se halla sometido a la dura pobreza… ¿Cuál es el mortal que ante estas cosas temerá a los
Dioses?» El salmista dice: «Los malos viven a satisfacción, y de día en día adquieren más riquezas… He
pretendido investigar sobre este extremo, pero me ha parecido muy difícil… Al ver la prosperidad de los
malos, he sentido envidia a los insensatos (los que no temen el Eterno)» (Salmos, LXXIII-3-10).
No creyendo en la existencia del alma después de la muerte, Teognis y los judíos del Antiguo
Testamento, suponen que el injusto es castigado en la tierra, «pues la sabiduría de los Dioses es superior,
dice el moralista griego. Pero esto turba el espíritu de los hombres, pues no es en el momento en que el
acto es cometido cuando los inmortales se vengan de la falta. Uno paga personalmente su deuda, otro 24
condena a sus hijos al infortunio». Según el cristianismo, los hombres son castigados por el pecado de
Adán.
7. En su décimo y último libro de La República, Sócrates cuenta como cosa digna de crédito, la historia
de un armenio que, abandonado como muerto durante diez días en el campo de batalla, resucitó, como
Jesús, y explicó que había visto en el otro mundo «las almas castigadas diez veces por cada una de las
injusticias cometidas durante la vida». Estas almas eran torturadas «por hombres horrorosos, que parecían
de fuego… los cuales desollaban a los criminales y los lanzaban sobre espinas, etc.». Los cristianes, que
sacaron del sofisma platónico una parte de sus ideas morales, sólo tuvieron que completar y confeccionar
la historia de Sócrates para constituir su Infierno embellecido con tan espantosos horrores.
8. Al día siguiente del escandaloso krack del Crédit Mobilier, de París, Emilio Pereira, que era el
fundador y director, encontraba en los boulevars a un amigo que demostraba no conocerle. Al darse
cuenta Pereira fue derecho a su encuentro y lo apostrofó en alta voz: «Podéis saludarme —dijo—, pues
aun me quedan dos millones.» La interpelación, que traducía perfectamente el sentimiento burgués, fue
muy celebrada y apreciada. Pereira murió cien veces millonario, muy venerado y llorado.
9. Tertuliano en su Apologético y San Agustín en La Ciudad de Dios, cuentan como hechos ciertísimos
que Esculapio había resucitado algunos muertos, cuyos nombres dan, que una vestal había traído agua del
Tíbet en una cesta, que otra vestal había remolcado un buque, etc.
10. «La riqueza no produce la saciedad, dice Teognis: el hombre que tiene más bienes se esfuerza en tener
el doble»

Para una critica de la violencia (Walter Benjamin)


La tarea de una crítica de la violencia puede definirse como la exposición de su relación con el derecho y con la justicia. Porque una causa eficiente se convierte en violencia, en el sentido exacto de la palabra, sólo cuando incide sobre relaciones morales. La esfera de tales relaciones es definida por los conceptos de derecho y justicia. Sobre todo en lo que respecta al primero de estos dos conceptos, es evidente que la relación fundamental y más elemental de todo ordenamiento jurídico es la de fin y medio; y que la violencia, para comenzar, sólo puede ser buscada en el reino de los medios y no en el de los fines. Estas comprobaciones nos dan ya, para la crítica de la violencia, algo más, e incluso diverso, que lo que acaso nos parece. Puesto que si la violencia es un medio, podría parecer que el criterio para su crítica esta ya dado, sin más. Esto se plantea en la pregunta acerca de si la violencia, en cada caso específico, constituye un medio para fines justos o injustos.
En un sistema de fines justos, las bases para su crítica estarían ya dadas implícitamente. Pero las cosas no son así. Pues lo que este sistema nos daría, si se hallara más allá de toda duda, no es un criterio de la violencia misma como principio, sino un criterio respecto a los casos de su aplicación. Permanecería sin respuesta el problema de si la violencia en general, como principio, es moral, aun cuando sea un medio para fines justos.

Pero para decidir respecto a este problema se necesita un criterio más pertinente, una distinción en la esfera misma de los medios, sin tener en cuenta los fines a los que éstos sirven. La exclusión preliminar de este más exacto planteo crítico caracteriza a una gran corriente de la filosofía del derecho, de la cual el rasgo más destacado quizás es el derecho natural. En el empleo de medios violentos para lograr fines justos el derecho natural ve tan escasamente un problema, como el hombre en el «derecho» a dirigir su propio cuerpo hacia la meta hacia la cual marcha. Según la concepción jusnaturalista (que sirvió de base ideológica para el terrorismo de la Revolución Francesa) la violencia es un producto natural, por así decir una materia prima, cuyo empleo no plantea problemas, con tal de que no se abuse poniendo la violencia al servicio de fines injustos. Si en la teoría jusnaturalista del estado las personas se despojan de toda su autoridad en favor del estado, ello ocurre sobre la base del supuesto (explícitamente enunciado por Spinoza en su tratado teológico- político) de que el individuo como tal, y antes de la conclusión de este contrato racional, ejercite también de jure todo poder que inviste de facto. Quizás estas concepciones han sido vueltas a estimular a continuación por la biología darwinista, que considera en forma del todo dogmática, junto con la selección natural, sólo a la violencia como medio originario y único adecuado a todos los fines vitales de la naturaleza. La filosofía popular darwinista ha demostrado a menudo lo fácil que resulta pasar de este dogma de la historia natural al dogma aún más grosero de la filosofía del derecho, para la cual aquella violencia que se adecua casi exclusivamente a los fines naturales sería por ello mismo también jurídicamente legítima. A esta tesis jusnaturalista de la violencia como dato natural se opone diametralmente la del derecho positivo, que considera al poder en su transformación histórica. Así como el derecho natural puede juzgar todo derecho existente sólo mediante la crítica de sus fines, de igual modo el derecho positivo puede juzgar todo derecho en transformación sólo mediante la crítica de sus medios.

Si la justicia es el criterio de los fines, la legalidad es el criterio de los medios. Pero si se prescinde de esta oposición, las dos escuelas se encuentran en el común dogma fundamental: los fines justos pueden ser alcanzados por medios legítimos, los medios legítimos pueden ser empleados al servicio de fines justos. El derecho natural tiende a «justificar» los medios legítimos con la justicia de los fines, el derecho positivo a «garantizar» la justicia de los fines con la legitimidad de los medios. La antinomia resultaría insoluble si se demostrase que el común supuesto dogmático es falso y que los medios legítimos, por una parte, y los fines justos, por la otra, se hallan entre sí en términos de contradicción irreductibles. Pero no se podrá llegar nunca a esta comprensión mientras no se abandone el círculo y no se establezcan criterios recíprocos independientes para fines justos y para medios legítimos.
El reino de los fines, y por lo tanto también el problema de un criterio de la justicia, queda por el momento excluido de esta investigación. En el centro de ella ponemos en cambio el problema de la legitimidad de ciertos medios, que constituyen la violencia. Los principios jusnaturalistas no pueden decidir este problema, sino solamente llevarlo a una casuística sin fin. Porque si el derecho positivo es ciego para la incondicionalidad de los fines, el derecho natural es ciego para el condicionamiento de los medios. La teoría positiva del derecho puede tomarse como hipótesis de partida al comienzo de la investigación, porque establece una distinción de principio entre los diversos géneros de violencia, independientemente de los casos de su aplicación. Se establece una distinción entre la violencia históricamente reconocida, es decir la violencia sancionada como poder, y la violencia no sancionada. Si los análisis que siguen parten de esta distinción, ello naturalmente no significa que los poderes sean ordenados y valorados de acuerdo con el hecho de que estén sancionados o no.
Pues en una crítica de la violencia no se trata de la simple aplicación del criterio del derecho positivo, sino más bien de juzgar a su vez al derecho positivo. Se trata de ver qué consecuencias tiene, para la esencia de la violencia, el hecho mismo de que sea posible establecer respecto de ella tal criterio o diferencia. O, en otras palabras, qué consecuencias tiene el significado de esa distinción. Puesto que veremos en seguida que esa distinción del derecho positivo tiene sentido, está plenamente fundada en sí y no es substituible por ninguna otra; pero con ello mismo se arrojará luz sobre esa esfera en la cual puede realizarse dicha distinción. En suma: si el criterio establecido por el derecho positivo respecto a la legitimidad de la violencia puede ser analizado sólo según su significado, la esfera de su aplicación debe ser criticada según su valor. Por lo tanto, se trata de hallar para esta crítica un criterio fuera de la filosofía positiva del derecho, pero también fuera del derecho natural. Veremos a continuación cómo este criterio puede ser proporcionado sólo si se considera el derecho desde el punto de vista de la filosofía de la historia.
El significado de la distinción de la violencia en legítima e ilegítima no es evidente sin más. Hay que cuidarse firmemente del equívoco jusnaturalista, para el cual dicho significado consistiría en la distinción entre violencia con fines justos o injustos. Más bien se ha señalado ya que el derecho positivo exige a todo poder un testimonio de su origen histórico, que implica en ciertas condiciones su sanción y legitimidad. Dado que el reconocimiento de poderes jurídicos se expresa en la forma más concreta mediante la sumisión pasiva -como principio- a sus fines, como criterio hipotético de subdivisión de los diversos tipos de autoridad es preciso suponer la presencia o la falta de un reconocimiento histórico universal de sus fines. Los fines que faltan en ese reconocimiento se llamarán fines naturales; los otros, fines jurídicos. Y la función diversa de la violencia, según sirva a fines naturales o a fines jurídicos, se puede mostrar en la forma más evidente sobre la realidad de cualquier sistema de relaciones jurídicas determinadas.

Para mayor simplicidad las consideraciones que siguen se referirán a las actuales relaciones europeas. Estas relaciones jurídicas se caracterizan- en lo que respecta a la persona como sujeto jurídico- por la tendencia a no admitir fines naturales de las personas en todos los casos en que tales fines pudieran ser incidentalmente perseguidos con coherencia mediante la violencia. Es decir que este ordenamiento jurídico, en todos los campos en los que los fines de personas aisladas podrían ser coherentemente perseguidos con violencia, tiende a establecer fines jurídicos que pueden ser realizados de esta forma sólo por el poder jurídico. Además tiende a reducir, mediante fines jurídicos, incluso las regiones donde los fines naturales son consentidos dentro de amplios límites, no bien tales fines naturales son perseguidos con un grado excesivo de violencia, como ocurre por ejemplo, en las leyes sobre los límites del castigo educativo. Como principio universal de la actual legislación europea puede formularse el de que todos los fines naturales de personas singulares chocan necesariamente con los fines jurídicos no bien son perseguidos con mayor o menor violencia. (La contradicción en que el derecho de legítima defensa se halla respecto a lo dicho hasta ahora debería explicarse por sí en el curso de los análisis siguientes.)
De esta máxima se deduce que el derecho considera la violencia en manos de la persona aislada como un riesgo o una amenaza de perturbación para el ordenamiento jurídico. ¿Como un riesgo y una amenaza de que se frustren los fines jurídicos y la ejecución jurídica? No: porque en tal caso no se condenaría la violencia en sí misma, sino sólo aquella dirigida hacia fines antijurídicos. Se dirá que un sistema de fines jurídicos no podría mantenerse si en cualquier punto se pudiera perseguir con violencia fines naturales. Pero esto por el momento es sólo un dogma. Será necesario en cambio tomar en consideración la sorprendente posibilidad de que el interés del derecho por monopolizar la violencia respecto a la persona aislada no tenga como explicación la intención de salvaguardar fines jurídicos, sino más bien la de salvaguardar al derecho mismo. Y que la violencia, cuando no se halla en posesión del derecho a la sazón existente, represente para éste una amenaza, no a causa de los fines que la violencia persigue, sino por su simple existencia fuera del derecho. La misma suposición puede ser sugerida, en forma más concreta, por el recuerdo de las numerosas ocasiones en que la figura del «gran» delincuente, por bajos que hayan podido ser sus fines, ha conquistado la secreta admiración popular. Ello no puede deberse a sus acciones, sino a la violencia de la cual son testimonio. En este caso, por lo tanto, la violencia, que el derecho actual trata de prohibir a las personas aisladas en todos los campos de la praxis, surge de verdad amenazante y suscita, incluso en su derrota, la simpatía de la multitud contra el derecho. La función de la violencia por la cual ésta es tan temida y se aparece, con razón, para el derecho como tan peligrosa, se presentará justamente allí donde todavía le es permitido manifestarse según el ordenamiento jurídico actual. Ello se comprueba sobre todo en la lucha de clases, bajo la forma de derecho a la huelga oficialmente garantizado a los obreros. La clase obrera organizada es hoy, junto con los estados, el único sujeto jurídico que tiene derecho a la violencia. Contra esta tesis se puede ciertamente objetar que una omisión en la acción, un no- obrar, como lo es en última instancia la huelga, no puede ser definido como violencia. Tal consideración ha facilitado al poder estatal la concesión del derecho a la huelga, cuando ello ya no podía ser evitado. Pero dicha consideración no tiene valor ilimitado, porque no tiene valor incondicional. Es verdad que la omisión de una acción e incluso de un servicio, donde equivale sencillamente a una «ruptura de relaciones», puede ser un medio del todo puro y libre de violencia. Y como, según la concepción del estado (o del derecho), con el derecho a la huelga se concede a las asociaciones obreras no tanto un derecho a la violencia sino más bien el derecho a sustraerse a la violencia, en el caso de que ésta fuera ejercida indirectamente por el patrono, puede producirse de vez en cuando una huelga que corresponde a este modelo y que pretende ser sólo un «apartamiento», una «separación» respecto del patrono.

Pero el momento de la violencia se presenta, como extorsión, en una omisión como la antedicha, cuando se produce respecto a la fundamental disposición a retomar como antes la acción interrumpida, en ciertas condiciones que no tienen absolutamente nada que ver con ella o modifican sólo algún aspecto exterior. Y en este sentido, según la concepción de la clase obrera – opuesta a la del estado-, el derecho de huelga es el derecho a usar la violencia para imponer determinados propósitos. El contraste entre las dos concepciones aparece en todo su rigor en relación con la huelga general revolucionaria. En ella la clase obrera apelará siempre a su derecho a la huelga, pero el estado dirá que esa apelación es un abuso, porque -dirá- el derecho de huelga no había sido entendido en ese sentido, y tomará sus medidas extraordinarias. Porque nada le impide declarar que una puesta en práctica simultánea de la huelga en todas las empresas es inconstitucional, dado que no reúne en cada una de las empresas el motivo particular presupuesto por el legislador. En esta diferencia de interpretación se expresa la contradicción objetiva de una situación jurídica a la que el estado reconoce un poder cuyos fines, en cuanto fines naturales, pueden resultarle a veces indiferentes, pero que en los casos graves (en el caso, justamente, de la huelga general revolucionaria) suscitan su decidida hostilidad. Y en efecto, a pesar de que a primera vista pueda parecernos paradójico, es posible definir en ciertas condiciones como violencia incluso una actitud asumida en ejercicio de un derecho. Y precisamente esa actitud, cuando es activa, podrá ser llamada violencia en la medida en que ejerce un derecho que posee para subvertir el ordenamiento jurídico en virtud del cual tal derecho le ha sido conferido; cuando es pasiva, podrá ser definida en la misma forma, si representa una extorsión en el sentido de las consideraciones precedentes. Que el derecho se oponga, en ciertas condiciones, con violencia a la violencia de los huelguistas es testimonio sólo de una contradicción objetiva en la situación jurídica y no de una contradicción lógica en el derecho. Puesto que en la huelga el estado teme más que ninguna otra cosa aquella función de la violencia que ésta investigación se propone precisamente determinar, como único fundamento seguro para su crítica. Porque si la violencia, como parece a primera vista, no fuese más que el medio para asegurarse directamente aquello que se quiere, podría lograr su fin sólo como violencia de robo. Y sería completamente incapaz de fundar o modificar relaciones en forma relativamente estable. Pero la huelga demuestra que puede hacerlo, aun cuando el sentimiento de justicia pueda resultar ofendido por ello. Se podría objetar que tal función de la violencia es casual y aislada. El examen de la violencia bélica bastará para refutar esta obligación. La posibilidad de un derecho de guerra descansa exactamente sobre las mismas contradicciones objetivas en la situación jurídica sobre las que se funda la de un derecho de huelga, es decir sobre el hecho de que sujetos jurídicos sancionan poderes cuyos fines- para quienes los sancionan- siguen siendo naturales y, en caso grave, pueden por lo tanto entrar en conflicto con sus propios fines jurídicos o naturales. Es verdad que la violencia bélica encara en principio sus fines en forma por completo directa y como violencia de robo. Pero existe el hecho sorprendente de que incluso- o más bien justamente en condiciones primitivas, que en otros sentidos apenas tienen noción de los rudimentos de relaciones de derecho público, e incluso cuando el vencedor se ha adueñado de una posesión ya inamovible, es necesaria e imprescindible aun una paz en el sentido ceremonial. La palabra «paz», en el sentido en que está relacionada con el término «guerra» (pues existe otro, por completo diferente, enteramente concreto y político: aquel en que Kant habla de «paz perpetua»), indica justamente esta sanción necesaria a priori- independiente de todas las otras relaciones jurídicas- de toda victoria. Esta sanción consiste precisamente en que las nuevas relaciones sean reconocidas como nuevo «derecho», independientemente del hecho de que de facto necesitan más o menos ciertas garantías de subsistencia. Y si es lícito extraer de la violencia bélica, como violencia originaria y prototípica, conclusiones aplicables a toda violencia con fines naturales, existe por lo tanto implícito en toda violencia un carácter de creación jurídica. Luego deberemos volver a considerar el alcance de esta noción.

Ello explica la mencionada tendencia del derecho moderno a vedar toda violencia, incluso aquella dirigida hacia fines naturales, por lo menos a la persona aislada como sujeto jurídico. En el gran delincuente esta violencia se le aparece como la amenaza de fundar un nuevo derecho, frente a la cual (y aunque sea impotente)el pueblo se estremece aún hoy, en los casos de importancia, como en los tiempos míticos. Pero el estado teme a esta violencia en su carácter de creadora de derecho, así como debe reconocerla como creadora de derecho allí donde fuerzas externas lo obligan a conceder el derecho de guerrear o de hacer huelga. Si en la última guerra la crítica a la violencia militar se convirtió en punto de partida para una crítica apasionada de la violencia en general, que muestra por lo menos que la violencia no es ya ejercida o tolerada ingenuamente, sin embargo no se le ha sometido a crítica sólo como violencia creadora de derecho, sino que ha sido juzgada en forma tal vez más despiadada también en cuanto a otra función.
Una duplicidad en la función de la violencia es en efecto característica del militarismo, que ha podido formarse sólo con el servicio militar obligatorio. El militarismo es la obligación del empleo universal de la violencia como medio para los fines del estado. Esta coacción hacia el uso de la violencia ha sido juzgada recientemente en forma más resuelta que el uso mismo de la violencia. En ella la violencia aparece en una función por completo distinta de la que desempeña cuando se la emplea sencillamente para la conquista de fines naturales. Tal coacción consiste en el uso de la violencia como medio para fines jurídicos. Pues la sumisión del ciudadano a las leyes- en este caso a la ley del servicio militar obligatorio es un fin jurídico. Si la primera función de la violencia puede ser definida como creadora de derecho, esta segunda es la que lo conserva. Y dado que el servicio militar es un caso de aplicación, en principio en nada distinto, de la violencia conservadora del derecho, una crítica a él verdaderamente eficaz no resulta en modo alguno tan fácil como podrían hacer creer las declaraciones de los pacifistas y de los activistas. Tal crítica coincide más bien con la crítica de todo poder jurídico, es decir con la crítica al poder legal o ejecutivo, y no puede ser realizada mediante un programa menor. Es también obvio que no se la pueda realizar, si no se quiere incurrir en un anarquismo por completo infantil, rechazando toda coacción respecto a la persona y declarando que «es lícito aquello que gusta». Un principio de este tipo no hace más que eliminar la reflexión sobre la esfera histórico- moral, y por lo tanto sobre todo significado del actuar, e incluso sobre todo significado de lo real, que no puede constituirse si la «acción» se ha sustraído al ámbito de la realidad. Más importante resulta quizás el hecho de que incluso la apelación a menudo hecha al imperativo categórico, con su programa mínimo indudable- «obra en forma de tratar a la humanidad, ya sea en tu persona o en la persona de cualquier otro, siempre como fin y nunca sólo como medio «- no es de por sí suficiente para esta crítica (1). Pues el derecho positivo, cuando es consciente de sus raíces, pretenderá sin más reconocer y promover el interés de la humanidad por la persona de todo individuo aislado. El derecho positivo ve ese interés en la exposición y en la conservación de un orden establecido por el destino. Y aun si este orden- que el derecho afirma con razón que custodia- no puede eludir la crítica, resulta impotente respecto a él toda impugnación que se base sólo en una «libertad» informe, sin capacidad para definir un orden superior de libertad. Y tanto más impotente si no impugna el ordenamiento jurídico mismo en todas sus partes, sino sólo leyes o hábitos jurídicos, que luego por lo demás el derecho toma bajo la custodia de su poder, que consiste en que hay un solo destino y que justamente lo que existe, y sobre todo lo que amenaza, pertenece irrevocablemente a su ordenamiento. Pues el poder que conserva el derecho es el que amenaza. Y su amenaza no tiene el sentido de intimidación, según interpretan teóricos liberales desorientados. La intimidación, en sentido estricto, se caracterizaría por una precisión, una determinación que contradice la esencia de la amenaza, y que ninguna ley puede alcanzar, pues subsiste siempre la esperanza de escapar a su brazo. Resulta tan amenazadora como el destino, del cual en efecto depende si el delincuente incurre en sus rigores. El significado más profundo de la indeterminación de la amenaza jurídica surgirá sólo a través del análisis de la esfera del destino, de la que la amenaza deriva. Una preciosa referencia a esta esfera se encuentra en el campo de las penas, entre las cuales, desde que se ha puesto en cuestión la validez del derecho positivo, la pena de muerte es la que ha suscitado más la crítica. Aun cuando los argumentos de la crítica no han sido en la mayor parte de los casos en modo alguno decisivos, sus causas han sido y siguen siendo decisivas. Los críticos de la pena de muerte sentían tal vez sin saberlo explicar y probablemente sin siquiera quererlo sentir, que sus impugnaciones no se dirigían a un determinado grado de la pena, no ponían en cuestión determinadas leyes, sino el derecho mismo en su origen. Pues si su origen es la violencia, la violencia coronada por el destino, es lógico suponer que en el poder supremo, el de vida y muerte, en el que aparece en el ordenamiento jurídico, los orígenes de este ordenamiento afloren en forma representativa en la realidad actual y se revelen aterradoramente. Con ello concuerda el hecho de que la pena de muerte sea aplicada, en condiciones jurídicas primitivas, incluso a delitos, tal como la violación de la propiedad, para los cuales parece absolutamente «desproporcionada «. Pero su significado no es el de castigar la infracción jurídica, sino el de establecer el nuevo derecho. Pues en el ejercicio del poder de vida y muerte el derecho se confirma más que en cualquier otro acto jurídico. Pero en este ejercicio, al mismo tiempo, una sensibilidad más desarrollada advierte con máxima claridad algo corrompido en el derecho, al percibir que se halla infinitamente lejos de condiciones en las cuales, en un caso similar, el destino se hubiera manifestado en su majestad. Y el intelecto, si quiere llevar a término la crítica tanto de la violencia que funda el derecho como la de la que lo conserva, debe tratar de reconstruir en la mayor medida tales condiciones. En una combinación mucho más innatural que en la pena de muerte, en una mescolanza casi espectral, estas dos especies de violencia se hallan presentes en otra institución del estado moderno: en la policía. La policía es un poder con fines jurídicos (con poder para disponer), pero también con la posibilidad de establecer para sí misma, dentro de vastos límites, tales fines (poder para ordenar). El aspecto ignominioso de esta autoridad- que es advertido por pocos sólo porque sus atribuciones en raros casos justifican las intervenciones más brutales, pero pueden operar con tanta mayor ceguera en los sectores más indefensos y contra las personas sagaces a las que no protegen las leyes del estado- consiste en que en ella se ha suprimido la división entre violencia que funda y violencia que conserva la ley. Si se exige a la primera que muestre sus títulos de victoria, la segunda está sometida a la limitación de no deber proponerse nuevos fines. La policía se halla emancipada de ambas condiciones. La policía es un poder que funda- pues la función específica de este último no es la de promulgar leyes, sino decretos emitidos con fuerza de ley- y es un poder que conserva el derecho, dado que se pone a disposición de aquellos fines. La afirmación de que los fines del poder de la policía son siempre idénticos o que se hallan conectados con los del derecho remanente es profundamente falsa. Incluso «el derecho» de la policía marca justamente el punto en que el estado, sea por impotencia, sea por las conexiones inmanentes de todo ordenamiento jurídico, no se halla ya en grado de garantizarse- mediante el ordenamiento jurídico- los fines empíricos que pretende alcanzar a toda costa. Por ello la policía interviene «por razones de seguridad» en casos innumerables en los que no subsiste una clara situación jurídica cuando no acompaña al ciudadano, como una vejación brutal, sin relación alguna con fines jurídicos, a lo largo de una vida regulada por ordenanzas, o directamente no lo vigila. A diferencia del derecho, que reconoce en la «decisión» local o temporalmente determinada una categoría metafísica, con lo cual exige la crítica y se presta a ella, el análisis de la policía no encuentra nada sustancial. Su poder es informe así como su presencia es espectral, inaferrable y difusa por doquier, en la vida de los estados civilizados. Y si bien la policía se parece en todos lados en los detalles, no se puede sin embargo dejar de reconocer que su espíritu es menos destructivo allí donde encarna (en la monarquía absoluta) el poder del soberano, en el cual se reúne la plenitud del poder legislativo y ejecutivo, que en las democracias, donde su presencia, no enaltecida por una relación de esa índole, testimonia la máxima degeneración posible de la violencia. Toda violencia es, como medio, poder que funda o conserva el derecho. Si no aspira a ninguno de estos dos atributos, renuncia por sí misma a toda validez.

Pero de ello se desprende que toda violencia como medio, incluso en el caso más favorable. se halla sometida a la problematicidad del derecho en general. Y cuando el significado de esa problematicidad no está todavía claro a esta altura de la investigación, el derecho sin embargo surge después de lo que se ha dicho con una luz moral tan equívoca que se plantea espontáneamente la pregunta de si no existirán otros medios que no sean los violentos para armonizar intereses humanos en conflicto. Tal pregunta nos lleva en principio a comprobar que un reglamento de conflictos totalmente desprovisto de violencia no puede nunca desembocar en un contrato jurídico. Porque éste, aun en el caso de que las partes contratantes hayan llegado al acuerdo en forma pacífica, conduce siempre en última instancia a una posible violencia. Pues concede a cada parte el derecho a recurrir, de algún modo, a la violencia contra la otra, en el caso de que ésta violase el contrato. Aun más: al igual que el resultado, también el origen de todo contrato conduce a la violencia. Pese a que no sea necesario que la violencia esté inmediatamente presente en el contrato como presencia creadora, se halla sin embargo representada siempre, en la medida en que el poder que garantiza el contrato es a su vez de origen violento, cuando no es sancionado jurídicamente mediante la violencia en ese mismo contrato. Si decae la conciencia de la presencia latente de la violencia en una institución jurídica, ésta se debilita. Un ejemplo de tal proceso lo proporcionan en este período los parlamentos. Los parlamentos presentan un notorio y triste espectáculo porque no han conservado la conciencia de las fuerzas revolucionarias a las que deben su existencia. En Alemania en particular, incluso la última manifestación de tales fuerzas no ha logrado efecto en los parlamentos. Les falta a éstos el sentido de la violencia creadora de derecho que se halla representada en ellos. No hay que asombrarse por lo tanto de que no lleguen a decisiones dignas de este poder y de que se consagren mediante el compromiso a una conducción de los problemas políticos que desearía ser no violenta. Pero el compromiso, si bien repudia toda violencia abierta, es sin embargo un producto siempre comprendido en la mentalidad de la violencia, pues la aspiración que lleva al compromiso no encuentra motivación en sí misma, sino en el exterior, es decir en la aspiración opuesta; por ello todo compromiso, aun cuando se lo acepte libremente, tiene esencialmente un carácter coactivo. «Mejor sería de otra forma» es el sentimiento fundamental de todo compromiso «.(2) Resulta significativo que la decadencia de los parlamentos haya quitado al ideal de la conducción pacífica de los conflictos políticos tantas simpatías como las que le había procurado la guerra. A los pacifistas se oponen los bolcheviques y los sindicalistas. Estos han sometido los parlamentos actuales a una crítica radical y en general exacta. Pese a todo lo deseable y placentero que pueda resultar, a título de comparación, un parlamento dotado de gran prestigio, no será posible en el análisis de los medios fundamentalmente no violentos de acuerdo político ocuparse del parlamentarismo. Porque lo que el parlamentarismo obtiene en cuestiones vitales no puede ser más que aquellos ordenamientos jurídicos afectados por la violencia en su origen y en su desenlace.

¿ Es en general posible una regulación no violenta de los conflictos? Sin duda. Las relaciones entre personas privadas nos ofrecen ejemplos en cantidad. El acuerdo no violento surge dondequiera que la cultura de los sentimientos pone a disposición de los hombres medios puros de entendimiento. A los medios legales e ilegales de toda índole, que son siempre todos violentos, es lícito por lo tanto oponer, como puros, los medios no violentos. Delicadeza, simpatía, amor a la paz, confianza y todo lo que se podría aun añadir constituyen su fundamento subjetivo. Pero su manifestación objetiva se halla determinada por la ley (cuyo inmenso alcance no es el caso de ilustrar aquí) que establece que los medios puros no son nunca medios de solución inmediata, sino siempre de soluciones mediatas. Por consiguiente, esos medios no se refieren nunca directamente a la resolución de los conflictos entre hombre y hombre, sino solo a través de la intermediación de las cosas. En la referencia más concreta de los conflictos humanos a bienes objetivos, se revela la esfera de los medios puros. Por ello la técnica, en el sentido más amplio de la palabra, es su campo propio y adecuado. El ejemplo más agudo de ello lo constituye tal vez la conversación considerada como técnica de entendimiento civil. Pues en ella el acuerdo no violento no sólo es posible, sino que la exclusión por principio de la violencia se halla expresamente confirmada por una circunstancia significativa: la impunidad de la mentira. No existe legislación alguna en la tierra que originariamente la castigue. Ello significa que hay una esfera hasta tal punto no violenta de entendimiento humano que es por completo inaccesible a la violencia: la verdadera y propia esfera del «entenderse «, la lengua. Sólo ulteriormente, y en un característico proceso de decadencia, la violencia jurídica penetró también en esta esfera, declarando punible el engaño. En efecto, si el ordenamiento jurídico en sus orígenes, confiando en su potencia victoriosa, se limita a rechazar la violencia ilegal donde y cuando se presenta, y el engaño, por no tener en sí nada de violento, era considerado como no punible en el derecho romano y en el germánico antiguo, según los principios respectivos de ius civile vigilantibus scriptum est y «ojo al dinero «, el derecho de edades posteriores, menos confiado en su propia fuerza, no se sintió ya en condición de hacer frente a toda violencia extraña. El temor a la violencia y la falta de confianza en sí mismo constituyen precisamente su crisis. El derecho comienza así a plantearse determinados fines con la intención de evitar manifestaciones más enérgicas de la violencia conservadora del derecho. Y se vuelve contra el engaño no ya por consideraciones morales, sino por temor a la violencia que podría desencadenar en el engañado. Pues como este temor se opone al carácter de violencia del derecho mismo, que lo caracteriza desde sus orígenes, los fines de esta índole son inadecuados para los medios legítimos del derecho. En ellos se expresa no sólo la decadencia de su esfera, sino también a la vez una reducción de los medios puros. Al prohibir el engaño, el derecho limita el uso de los medios enteramente no violentos, debido a que éstos, por reacción, podrían engendrar violencia. Tal tendencia del derecho ha contribuido también a la concesión del derecho de huelga, que contradice los intereses del estado. El derecho lo admite porque retarda y aleja acciones violentas a las que teme tener que oponerse. Antes, en efecto, los trabajadores pasaban súbitamente al sabotaje y prendían fuego a las fábricas. Para inducir a los hombres a la pacífica armonización de sus intereses antes y más acá de todo ordenamiento jurídico, existe en fin, si se prescinde de toda virtud, un motivo eficaz, que sugiere muy a menudo, incluso a la voluntad más reacia, la necesidad de usar medios puros en lugar de los violentos, y ello es el temor a las desventajas comunes que podrían surgir de una solución violenta, cualquiera que fuese su signo. Tales desventajas son evidentes en muchísimos casos, cuando se trata de conflictos de intereses entre personas privadas. Pero es diferente cuando están en litigio clases y naciones, casos en que aquellos ordenamientos superiores que amenazan con perjudicar en la misma forma a vencedor y vencido están aún ocultos al sentimiento de la mayoría y a la inteligencia de casi todos. Pero la búsqueda de estos ordenamientos superiores y de los correspondientes intereses comunes a ellos, que representan el motivo más eficaz de una política de medios puros, nos conduciría demasiado lejos (3). Por consiguiente, basta con mencionar los medios puros de la política como análogos a aquellos que gobiernan las relaciones pacíficas entre las personas privadas. En lo que respecta a las luchas de clase, la huelga debe ser considerada en ellas, en ciertas condiciones, como un medio puro.

A continuación definiremos dos tipos esencialmente diversos de huelga, cuya posibilidad ya ha sido examinada. El mérito de haberlos diferenciado por primera vez- más sobre la base de consideraciones políticas que sobre consideraciones puramente teóricas- le corresponde a Sorel. Sorel opone estos dos tipos de huelga como huelga general política y huelga general revolucionaria. Ambas son antitéticas incluso en relación con la violencia. De los partidarios de la primera se puede decir que «el reforzamiento del estado se halla en la base de todas sus concepciones; en sus organizaciones actuales los políticos (es decir, los socialistas moderados) preparan ya las bases de un poder fuerte, centralizado y disciplinado que no se dejará perturbar por las críticas de la oposición que sabrá imponer el silencio, y promulgará por decreto sus propias mentiras» (4). «La huelga general política nos muestra que el estado no perdería nada de su fuerza, que el poder pasaría de privilegiados a otros privilegiados, que la masa de los productores cambiaría a sus patrones. «Frente a esta huelga general política (cuya fórmula parece, por lo demás, la misma que la de la pasada revolución alemana) la huelga proletaria se plantea como único objetivo la destrucción del poder del estado. La huelga general proletaria «suprime todas las consecuencias ideológicas de cualquier política social posible, sus partidarios consideran como reformas burguesas incluso a las reformas más populares «. «Esta huelga general muestra claramente su indiferencia respecto a las ventajas materiales de la conquista, en cuanto declara querer suprimir al estado; y el estado era precisamente (…) la razón de ser de los grupos dominantes, que sacan provecho de todas las empresas de las que el conjunto de la sociedad debe soportar los gastos. «Mientras la primera forma de suspensión del trabajo es violencia, pues determina sólo una modificación extrínseca de las condiciones de trabajo, la segunda, como medio puro, está exenta de violencia. Porque ésta no se produce con la disposición de retomar- tras concesiones exteriores y algunas modificaciones en las condiciones laborables- el trabajo anterior, sino con la decisión de retomar sólo un trabajo enteramente cambiado, un trabajo no impuesto por el estado, inversión que este tipo de huelga no tanto provoca sino que realiza directamente. De ello se desprende que la primera de estas empresas da existencia a un derecho, mientras que la segunda es anárquica. Apoyándose en observaciones ocasionales de Marx, Sorel rechaza toda clase de programas, utopías y, en suma, creaciones jurídicas para el movimiento revolucionario: «Con la huelga general todas estas bellas cosas desaparecen; la revolución se presenta como una revuelta pura y simple, y no hay ya lugar para los sociólogos, para los amantes de las reformas sociales o para los intelectuales que han elegido la profesión de pensar por el proletariado. «A esta concepción profunda, moral y claramente revolucionaria no se le puede oponer un razonamiento destinado a calificar como violencia esta huelga general a causa de sus eventuales consecuencias catastróficas. Incluso si podría decirse con razón que la economía actual en conjunto se asemeja menos a una locomotora que se detiene porque el maquinista la abandona, que a una fiera que se precipita apenas el domador le vuelve las espaldas; queda además el hecho de que respecto a la violencia de una acción se puede juzgar tan poco a partir de sus efectos como a partir de sus fines, y que sólo es posible hacerlo a partir de las leyes de sus medios. Es obvio que el poder del estado que atiende sólo a las consecuencias, se oponga a esta huelga- y no a las huelgas parciales, en general efectivamente extorsivas- como a una pretendida violencia. Pero, por lo demás, Sorel ha demostrado con argumentos muy agudos que una concepción así rigurosa de la huelga general resulta de por sí apta para reducir el empleo efectivo de la violencia en las revoluciones. Viceversa, un caso eminente de omisión violenta, más inmoral que la huelga general política, similar al bloqueo económico, es la huelga de médicos que se ha producido en muchas ciudades alemanas. Aparece en tal caso, en la forma más repugnante, el empleo sin escrúpulos de la violencia, verdaderamente abyecto en una clase profesional que durante años, sin el menor intento de resistencia, «ha garantizado a la muerte su presa «, para luego, en la primera ocasión, dejar a la vida abandonada por unas monedas. Con más claridad que en las recientes luchas de clases, en la historia milenaria de los estados se han constituido medios de acuerdo no violentos. La tarea de los diplomáticos en su comercio recíproco consiste sólo ocasionalmente en la modificación de ordenamientos jurídicos. En general deben, en perfecta analogía con los acuerdos entre personas privadas, regular pacíficamente y sin tratados, caso por caso, en nombre de sus estados, los conflictos que surgen entre ellos. Tarea delicada, que cumplen más drásticamente las cortes de arbitraje, pero que constituye un método de solución superior como principio, que el del arbitraje, pues se cumple más allá de todo ordenamiento jurídico y por lo tanto de toda violencia. Como el comercio entre personas privadas, el de los diplomáticos ha producido formas y virtudes propias, que, aunque se hayan convertido en exteriores, no lo han sido siempre. En todo el ámbito de los poderes previstos por el derecho natural y por el derecho positivo no hay ninguno que se encuentre libre de esta grave problematicidad de todo poder jurídico. Puesto que toda forma de concebir una solución de las tareas humanas- para no hablar de un rescate de la esclavitud de todas las condiciones históricas de vida pasadas- resulta irrealizable si se excluye absolutamente y por principio toda y cualquier violencia, se plantea el problema de la existencia de otras formas de violencia que no sean las que toma en consideración toda teoría jurídica. Y se plantea a la vez el problema de la verdad del dogma fundamental común a esas teorías: fines justos pueden ser alcanzados con medios legítimos, medios legítimos pueden ser empleados para fines justos. Y si toda especie de violencia destinada, en cuanto emplea medios legítimos, resultase por sí misma en contradicción inconciliable con fines justos, pero al mismo tiempo se pudiese distinguir una violencia de otra índole, que sin duda no podría ser el medio legítimo o ilegítimo para tales fines y que sin embargo no se hallase en general con éstos en relación de medio,¿ en qué otra relación se hallaría? Se iluminaría así la singular y en principio desalentadora experiencia de la final insolubilidad de todos los problemas jurídicos (que quizás, en su falta de perspectivas puede compararse sólo con la imposibilidad de una clara decisión respecto a lo que es «justo» o «falso» en las lenguas en desarrollo). Porque lo cierto es que respecto a la legitimidad de los medios y a la justicia de los fines no decide jamás la razón, sino la violencia destinada sobre la primera y Dios sobre la segunda. Noción esta tan rara porque tiene vigencia el obstinado hábito de concebir aquellos fines justos como fines de un derecho posible, es decir no sólo como universalmente válidos (lo que surge analíticamente del atributo de la justicia), sino también como susceptible de universalización, lo cual, como se podría mostrar, contradice a dicho atributo. Pues fines que son justos, universalmente válidos y universalmente reconocibles para una situación, no lo son para ninguna otra, pese a lo similar que pueda resultar. Una función no mediada por la violencia, como esta sobre la que se discute, nos es ya mostrada por la experiencia cotidiana. Así, en lo que se refiere al hombre, la cólera lo arrastra a los fines más cargados de violencia, la cual como medio no se refiere a un fin preestablecido. Esa violencia no es un medio, sino una manifestación. Y esta violencia tiene manifestaciones por completo objetivas, a través de las cuales puede ser sometida a la crítica. Tales manifestaciones se encuentran en forma altamente significativa sobre todo en el mito. La violencia mítica en su forma ejemplar es una simple manifestación de los dioses. Tal violencia no constituye un medio para sus fines, es apenas una manifestación de su voluntad y, sobre todo, manifestación de su ser. La leyenda de Níobe constituye un ejemplo evidente de ello. Podría parecer que la acción de Apolo y Artemisa es sólo un castigo. Pero su violencia instituye más bien un derecho que no castiga por la infracción de un derecho existente. El orgullo de Níobe atrae sobre sí la desventura, no porque ofenda el derecho, sino porque desafía al destino a una lucha de la cual éste sale necesariamente victorioso y sólo mediante la victoria, en todo caso, engendra un derecho. El que ésta violencia divina, para el espíritu antiguo, no era aquella- que conserva el derecho- de la pena, es algo que surge de los mitos heroicos en los que el héroe, como por ejemplo Prometeo, desafía con valeroso ánimo al destino, lucha contra él con variada fortuna y el mito no lo deja del todo sin esperanzas de que algún día pueda entregar a los hombres un nuevo derecho. Es en el fondo este héroe, y la violencia jurídica del mito congénita a él, lo que el pueblo busca aún hoy representarse en su admiración por el delincuente. La violencia cae por lo tanto sobre Níobe desde la incierta, ambigua esfera del destino. Esta violencia no es estrictamente destructora. Si bien somete a los hijos a una muerte sangrienta, se detiene ante la vida de la madre, a la que deja- por el fin de los hijos más culpable aún que antes, casi un eterno y mudo sostén de la culpa, mojón entre los hombres y los dioses. Si se pudiese demostrar que ésta violencia inmediata en las manifestaciones míticas es estrechamente afín, o por completo idéntica, a la violencia que funda el derecho, su problematicidad se reflejaría sobre la violencia creadora de derecho en la medida en que ésta ha sido definida antes, al analizar la violencia bélica, como una violencia que tiene las características de medio. Al mismo tiempo esta relación promete arrojar más luz sobre el destino, que se halla siempre en la base del poder jurídico, y de llevar a su fin, en grandes líneas, la crítica de este último.

La función de la violencia en la creación jurídica es, en efecto, doble en el sentido de que la creación jurídica, si bien persigue lo que es instaurado como derecho, como fin, con la violencia como medio, sin embargo- en el acto de fundar como derecho el fin perseguido- no depone en modo alguno la violencia, sino que sólo ahora hace de ella en sentido estricto, es decir inmediatamente, violencia creadora de derecho, en cuanto instaura como derecho, con el nombre de poder, no ya un fin inmune e independiente de la violencia, sino íntima y necesariamente ligado a ésta. Creación de derecho es creación de poder, y en tal medida un acto de inmediata manifestación de violencia. Justicia es el principio de toda finalidad divina, poder, el principio de todo derecho mítico. Este último principio tiene una aplicación de consecuencias extremadamente graves en el derecho público, en el ámbito del cual la fijación de límites tal como se establece mediante «la paz» en todas las guerras de la edad mítica, es el arquetipo de la violencia creadora de derecho. En ella se ve en la forma más clara que es el poder (más que la ganancia incluso más ingente de posesión) lo que debe ser garantizado por la violencia creadora de derecho. Donde se establece límites, el adversario no es sencillamente destruido; por el contrario, incluso si el vencedor dispone de la máxima superioridad, se reconocen al vencido ciertos derechos. Es decir, en forma demoníacamente ambigua: «iguales» derechos; es la misma línea la que no debe ser traspasada por ambas partes contratantes. Y en ello aparece, en su forma más temible y originaria, la misma ambigüedad mítica de las leyes que no pueden ser «transgredidas «, y de las cuales Anatole France dice satíricamente que prohíben por igual a ricos y a pobres pernoctar bajo los puentes. Y al parecer Sorel roza una verdad no sólo histórico- cultural, sino metafísica, cuando plantea la hipótesis de que en los comienzos todo derecho ha sido privilegio del rey o de los grandes, en una palabra de los poderosos. Y eso seguirá siendo, mutatis mutandis, mientras subsista. Pues desde el punto de vista de la violencia, que es la única que puede garantizar el derecho no existe igualdad, sino- en la mejor de las hipótesis- poderes igualmente grandes. Pero el acto de la fijación de límites es importante, para la inteligencia del derecho, incluso en otro aspecto. Los límites trazados y definidos permanecen, al menos en las épocas primitivas, como leyes no escritas. El hombre puede traspasarlos sin saber e incurrir así en el castigo. Porque toda intervención del derecho provocado por una infracción a la ley no escrita y no conocida es, a diferencia de la pena, castigo. Y pese a la crueldad con que pueda golpear al ignorante, su intervención no es desde el punto de vista del derecho, azar sino más bien destino, que se manifiesta aquí una vez más en su plena ambigüedad. Ya Hermann Cohen, en un rápido análisis de la concepción antigua del destino (5), ha definido como «conocimiento al que no se escapa «aquel» cuyos ordenamientos mismos parecen «ocasionar y producir esta infracción, «este apartamiento «. El principio moderno de que la ignorancia de la ley no protege respecto a la pena es testimonio de ese espíritu del derecho, así como la lucha por el derecho escrito en los primeros tiempos de las comunidades antiguas debe ser entendido como una revuelta dirigida contra el espíritu de los estatutos míticos. Lejos de abrirnos una esfera más pura, la manifestación mítica de la violencia inmediata se nos aparece como profundamente idéntica a todo poder y transforma la sospecha respecto a su problematicidad en una certeza respecto al carácter pernicioso de su función histórica, que se trata por lo tanto de destruir. Y esta tarea plantea en última instancia una vez más el problema de una violencia pura inmediata que pueda detener el curso de la violencia mítica. Así como en todos los campos Dios se opone al mito, de igual modo a la violencia mítica se opone la divina. La violencia divina constituye en todos los puntos la antítesis de la violencia mítica. Si la violencia mítica funda el derecho, la divina lo destruye; si aquélla establece límites y confines, esta destruye sin límites, si la violencia mítica culpa y castiga, la divina exculpa; si aquélla es tonante, ésta es fulmínea; si aquélla es sangrienta, ésta es letal sin derramar sangre. A la leyenda de Níobe se le puede oponer, como ejemplo de esta violencia, el juicio de Dios sobre la tribu de Korah. El juicio de Dios golpea a los privilegiados, levitas, los golpea sin preaviso, sin amenaza, fulmíneamente, y no se detiene frente a la destrucción. Pero el juicio de Dios es también, justamente en la destrucción, purificante, y no se puede dejar de percibir un nexo profundo entre el carácter no sangriento y el purificante de esta violencia. Porque la sangre es el símbolo de la vida desnuda. La disolución de la violencia jurídica se remonta por lo tanto a la culpabilidad de la desnuda vida natural, que confía al viviente, inocente e infeliz al castigo que «expía» su culpa, y expurga también al culpable, pero no de una culpa, sino del derecho. Pues con la vida desnuda cesa el dominio del derecho sobre el viviente. La violencia mítica es violencia sangrienta sobre la desnuda vida en nombre de la violencia, la pura violencia divina es violencia sobre toda vida en nombre del viviente. La primera exige sacrificios, la segunda los acepta. Existen testimonios de esta violencia divina no sólo en la tradición religiosa, sino también- por lo menos en una manifestación reconocida- en la vida actual. Tal manifestación es la de aquella violencia que, como violencia educativa en su forma perfecta, cae fuera del derecho. Por lo tanto, las manifestaciones de la violencia divina no se definen por el hecho de que Dios mismo las ejercita directamente en los actos milagrosos, sino por el carácter no sanguinario, fulminante, purificador de la ejecución. En fin, por la ausencia de toda creación de derecho. En ese sentido es lícito llamar destructiva a tal violencia; pero lo es sólo relativamente, en relación con los bienes, con el derecho, con la vida y similares, y nunca absolutamente en relación con el espíritu de lo viviente. Una extensión tal de la violencia pura o divina se halla sin duda destinada a suscitar, justamente hoy, los más violentos ataques, y se objetará que esa violencia, según su deducción lógica, acuerda a los hombres, en ciertas condiciones, también la violencia total recíproca. Pero no es así en modo alguno. Pues a la pregunta: «¿ Puedo matar? «, sigue la respuesta inmutable del mandamiento: «No matarás. «El mandamiento es anterior a la acción, como la «mirada» de Dios contemplando el acontecer. Pero el mandamiento resulta- si no es que el temor a la pena induce a obedecerlo- inaplicable, inconmensurable respecto a la acción cumplida. Del mandamiento no se deduce ningún juicio sobre la acción. Y por ello a priori no se puede conocer ni el juicio divino sobre la acción ni el fundamento o motivo de dicho juicio. Por lo tanto, no están en lo justo aquellos que fundamentan la condena de toda muerte violenta de un hombre a manos de otro hombre sobre la base del quinto mandamiento. El mandamiento no es un criterio del juicio, sino una norma de acción para la persona o comunidad actuante que deben saldar sus cuentas con el mandamiento en soledad y asumir en casos extraordinarios la responsabilidad de prescindir de él. Así lo entendía también el judaísmo, que rechaza expresamente la condena del homicidio en casos de legítima defensa. Pero esos teóricos apelan a un axioma ulterior, con el cual piensan quizás poder fundamentar el mandamiento mismo: es decir, apelan al principio del carácter sacro de la vida, que refieren a toda vida animal e incluso vegetal o bien limitan a la vida humana. Su argumentación se desarrolla, en un caso extremo- que toma como ejemplo el asesinato revolucionario de los opresores-, en los siguientes términos: «Si no mato, no instauraré nunca el reino de la justicia (…) así piensa el terrorista espiritual (…) Pero nosotros afirmamos que aún más alto que la felicidad y la justicia de una existencia se halla la existencia misma como tal» (6). Si bien esta tesis es ciertamente falsa e incluso innoble, pone de manifiesto no obstante la obligación de no buscar el motivo del mandamiento en lo que la acción hace al asesinato sino en la que hace a Dios y al agente mismo. Falsa y miserable es la tesis de que la existencia sería superior a la existencia justa, si existencia no quiere decir más que vida desnuda, que es el sentido en que se la usa en la reflexión citada. Pero contiene una gran verdad si la existencia (o mejor la vida)- palabras cuyo doble sentido, en forma por completo análoga a la de la palabra paz, debe resolverse sobre la base de su relación con dos esferas cada vez distintas- designa el contexto inamovible del «hombre «. Es decir, si la proposición significa que el no-ser del hombre es algo más terrible que el (además: sólo)no-ser- aún del hombre justo. La frase mencionada debe su apariencia de verdad a esta ambigüedad. En efecto, el hombre no coincide de ningún modo con la desnuda vida del hombre; ni con la desnuda vida en él ni con ninguno de sus restantes estados o propiedades ni tampoco con la unicidad de su persona física. Tan sagrado es el hombre (o esa vida que en él permanece idéntica en la vida terrestre, en la muerte y en la supervivencia) como poco sagrados son sus estados, como poco lo es su vida física, vulnerable por los otros. En efecto ¿qué la distingue de la de los animales y plantas? E incluso si éstos (animales y plantas) fueran sagrados, no podrían serlo por su vida desnuda, no podrían serlo en ella. Valdría la pena investigar el origen del dogma de la sacralidad de la vida. Quizás sea de fecha reciente, última aberración de la debilitada tradición occidental, mediante la cual se pretendería buscar lo sagrado, que tal tradición ha perdido, en lo cosmológicamente impenetrable. (La antigüedad de todos los preceptos religiosos contra el homicidio no significa nada en contrario, porque los preceptos están fundados en ideas muy distintas de las del axioma moderno.) En fin, da que pensar el hecho de que lo que aquí es declarado sacro sea, según al antiguo pensamiento mítico, el portador destinado de la culpa: la vida desnuda. La crítica de la violencia es la filosofía de su historia. La «filosofía» de esta historia, en la medida en que sólo la idea de su desenlace abre una perspectiva crítica separatoria y terminante sobre sus datos temporales. Una mirada vuelta sólo hacia lo más cercano puede permitir a lo sumo un hamacarse dialéctico entre las formas de la violencia que fundan y las que conservan el derecho. La ley de estas oscilaciones se funda en el hecho de que toda violencia conservadora debilita a la larga indirectamente, mediante la represión de las fuerzas hostiles, la violencia creadora que se halla representada en ella. (Se han indicado ya en el curso de la investigación algunos síntomas de este hecho.) Ello dura hasta el momento en el cual nuevas fuerzas, o aquellas antes oprimidas, predominan sobre la violencia que hasta entonces había fundado el derecho y fundan así un nuevo derecho destinado a una nueva decadencia. Sobre la interrupción de este ciclo que se desarrolla en el ámbito de las formas míticas del derecho sobre la destitución del derecho junto con las fuerzas en las cuales se apoya, al igual que ellas en él, es decir, en definitiva del estado, se basa una nueva época histórica. Si el imperio del mito se encuentra ya quebrantado aquí y allá en el presente, lo nuevo no está en una perspectiva tan lejana e inaccesible como para que una palabra contra el derecho deba condenarse por sí. Pero si la violencia tiene asegurada la realidad también allende el derecho, como violencia pura e inmediata, resulta demostrado que es posible también la violencia revolucionaria, que es el nombre a asignar a la suprema manifestación de pura violencia por parte del hombre. Pero no es igualmente posible ni igualmente urgente para los hombres establecer si en un determinado caso se ha cumplido la pura violencia. Pues sólo la violencia mítica, y no la divina, se deja reconocer con certeza como tal; salvo quizás en efectos incomparables, porque la fuerza purificadora de la violencia no es evidente a los hombres. De nuevo están a disposición de la pura violencia divina todas las formas eternas que el mito ha bastardeado con el derecho. Tal violencia puede aparecer en la verdadera guerra así como en el juicio divino de la multitud sobre el delincuente. Pero es reprobable toda violencia mítica, que funda el derecho y que se puede llamar dominante. Y reprobable es también la violencia que conserva el derecho, la violencia administrada, que la sirve. La violencia divina, que es enseña y sello, nunca instrumento de sacra ejecución, es la violencia que gobierna.



Notas: 

1. En todo caso se podría dudar respecto a si esta célebre fórmula no contiene demasiado poco, es decir si es lícito servirse, o dejar que otro se sirva, en cualquier sentido, de sí o de otro también, como un medio. Se podrían aducir óptimas razones en favor de esta duda.
2. Unger, Politik und Metaphysik, Berlin 1921, p.8.
3. Sin embargo, cfr. Unger, pág 18. y sigs.
4. Sorel, Reflexions sur la violence. Va. edición, Paris, 1919, pág.250.
5. Hermann Cohen, Ethik des reinen Willens, 2a. ed., Berlin 1907, pág.362.
6. Kurt Hiller en un almanaque del «Ziel».